París ofrece al mundo una ceremonia épica e inolvidable, por Pedro González

La capital gala y sus lugares más característicos fueron el gran escenario para el arranque de los Juegos Olímpicos

“Altius, citius, fortius, más alto, más lejos, más fuerte” es el lema olímpico. Y a fe que la ceremonia inaugural de los XXXIII Juegos Olímpicos de la era moderna demostraron una vez más que ni a Francia hay que darla nunca por vencida ni a París por obsoleta. Ambas, nación y capital volvieron a demostrar al mundo que son estaciones insoslayables en la convergencia entre la tradición histórica y la modernidad. 

Tiene que ser muy bueno un espectáculo para que cientos de millones de espectadores de todo el orbe permanezcan más de cuatro horas pegados al televisor para contemplarlo, y simultáneamente atender e interactuar con los cientos de mensajes que afluían en cascada en una división radical entre entusiastas sorprendidos y detractores furibundos. Señal en todo caso de que el espectáculo integral concebido por el director Thomas Jolly no dejaba a nadie indiferente. 

En 130 años de historia de los JJ. OO. modernos nadie había osado una apuesta tan valiente: sacar la ceremonia de inauguración de un estadio y convertir a la ciudad-sede en un gigantesco escenario integral, donde el desfile de las 206 delegaciones se efectuó a bordo de 85 embarcaciones, desde los famosos “bateaux mouches” turísticos al impresionante paquebote que transportaba al numerosísimo equipo francés, pasando por lanchas y barquichuelos menores, todos en perfecta sincronización. 

Thomas Jolly ideó una obra en la que debía plasmar la historia de París, que es tanto como decir la de Francia, y resaltar los valores universales de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad, Fraternidad, junto con los olímpicos, Excelencia, Amistad y Respeto. Tarea nada fácil, tanto más cuanto que la ceremonia contó con un huésped que se hizo notar, una lluvia a cántaros, que obligó a artistas, atletas y espectadores a redoblar su atención. 

Reconocido que hay una parte de los que siguieron la ceremonia que la denuestan o no quedaron suficientemente satisfechos, mi opinión es que el espectáculo fue grandioso, tanto por su concepción y guion, como por su puesta en escena, la perfecta sincronización de sus transiciones y la envergadura del inmenso elenco. 

Tuve a bien seguir la transmisión a través de Eurosport, cuyos comentaristas hicieron gala de sobriedad, gran bagaje de documentación previa y aportaciones puntuales a unas imágenes captadas por más de un centenar de cámaras a los largo de los seis kilómetros del recorrido por el río Sena, y bien combinadas por un equipo de realización que tuvo muy pocos fallos. 

Cierto es que contemplar una tras otra las 206 delegaciones puede hacerse tedioso, pero Jolly supo intercalar bien el hilo conductor de la trama, una figura enmascarada que porta la antorcha a través de los pasadizos subterráneos, los tejados y los salones más pomposos de París, con doce escenarios fijos, en los que se desarrollaron los espectáculos: desde Lady Gaga y su interpretación de “Mon truc en plumes” de Zizi Jeanmarie, una actuación que rendía homenaje al cabaret y al music-hall del esplendoroso París de antes y después de la II Guerra Mundial. 

Aya Nakamura, la cantante franco-maliense más famosa en el mundo francófono, dio todo un animado popurrí de sus canciones más conocidas, junto con otras del inolvidable Charles Aznavour, acompañada por la banda de la Guardia Republicana, que demostró también condiciones para interpretar otras partituras que la de la música militar. 

El decorado natural de La Conciergerie, donde María Antonieta aguardó su ejecución, sirvió de marco a los pasajes más decisivos de la historia de Francia. Y, entretanto, también emergían de las aguas del Sena las imágenes de las mujeres a las que Jolly quiso rendir homenaje por sus aportaciones de carácter universal: Simone Veil, Gisele Halimi, grandes pioneras del feminismo; la revolucionaria guillotinada Olympia de Gouges; la heroína de la Comuna de París Louise Michel, o la avanzada del deporte femenino Alice Milliat, por cierto, despreciada por el mismísimo padre del olimpismo moderno, el barón Pierre de Coubertin. 

El crescendo de la obra alcanzaría su cenit en la última parte de la ceremonia. Desde la llegada de Zinedine Zidane, que recuperaba la antorcha olímpica, tras habérsela entregado al principio a unos niños por haberse quedado varado en el Metro, y la inesperada pero estelar aparición de Rafa Nadal, el emperador de Roland Garros, a quién París rendía así un tan merecido como justo homenaje. Nadal se embarcaría con la antorcha, acompañado de mitos del deporte como su colega tenista Serena Williams, la gimnasta rumana Nadia Comaneci o el inolvidable Carl Lewis, el “hijo del viento”, rumbo al Louvre y a las Tullerías, en donde entregarían la llama a una sucesión de gigantes del deporte francés, cuyos últimos relevos fueron la mejor atleta gala de la historia, Marie-José Perec, y el judoka aún en activo Teddy Riner, que prendieron la llama olímpica en el original pebetero, un gigantesco globo aerostático, en recuerdo de Montgolfier. 

Mientras el globo se elevaba al cielo de Paris, la quebequesa Céline Dion entonaba desde la misma Torre Eiffel el inolvidable Himno al Amor de Edith Piaf. Una apoteosis digna de un marco único. París podrá reproducirse mediante decorados o a través de Inteligencia Artificial, pero disponer de su genuino decorado natural, de sus calles, gentes, edificios y monumentos es algo único y extraordinario. 

Los 220.000 espectadores invitados y los 100.000 que abonaron entrada, que vieron la ceremonia a lo largo de las tribunas instaladas en las riberas del Sena, junto con los atletas y artistas que terminaron empapados por la lluvia, jamás olvidarán un acontecimiento épico e inolvidable. 

Ahora es el turno de las competiciones, que es lo que a fin de cuentas más importa a los que han conseguido la meta de llegar para competir. Oficialmente no existe aún una cifra del coste del enorme despliegue del acto celebrado en la capital francesa, que algunos estiman en cuatro veces más que lo que costó la inauguración de los Juegos de Tokio. En todo caso, París ha vuelto a estar en el centro del mapa del mundo, y lo ha ocupado con una autoridad incontestable. Desde luego, se lo ha puesto muy difícil a sus sucesoras, Los Ángeles y Brisbane para empezar.   

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