Buenas tardes.
Altezas, autoridades, queridos amigas y amigos.
Significa para mi una inmensa alegría recibir este premio en la ciudad que vio nacer la primera Constitución democratizadora de España y en estas tierras andaluzas donde tengo tan entrañables amigos, amigas, compañeros y compañeras del alma.
Ante todo quiero agradecer a la Asociación de Periodistas Europeos por el reconocimiento que me han hecho. La verdad es que todavía no salgo de mi asombro por la grata sorpresa que me dio mi amigo Iñigo Méndez de Vigo, presidente del Jurado, cuando en la tarde el pasado 14 marzo me comunicó la decisión.
Creo que es el momento para expresar un recuerdo de gratitud a mis primeros maestros. A Eliseo Bayo, a Antonio Franco y especialmente a Jacinto Pérez de Iriarte, que desdichadamente ya no está entre nosotros. Ellos, y otros más, tuvieron el mérito de reciclar a quien entonces sólo contaba como única destreza en este oficio la redacción de octavillas, panfletos, manifiestos y proclamas, tan propias de los oscuros años de la dictadura, y convertirlo en un aprendiz de periodista. Digo aprendiz porque es en el ansia de aprender donde reside la magia de nuestro oficio. Con tales maestros, resultaría ridículo presumir de autodidacta.
El jurado ha tenido la generosidad de fijarse en mi labor como corresponsal de EL PAIS en la Unión Europea. Es a los periodistas de este diario, en donde pronto cumpliré 27 años, a quienes más gratitud debo por mi desarrollo profesional. Al reconocimiento que me hacéis hoy sólo puedo corresponder con un mayor esfuerzo y rigor en el futuro.
Mis escritos en EL PAIS han ido acompañados con frecuencia de la angustia por el miedo a errar o a dañar injustamente. Un temor que ni con los años he logrado vencer. Pero también afirmo, sin sonrojo, que en algunas ocasiones mi trabajo ha sido fuente de una inmensa felicidad. Lamentablemente a costa de haber robado tanto y tanto tiempo a mi esposa Carmen y a mis hijos Blanca y Miquel, quien hoy es para mi el referente más serio de espíritu inconformista. A ellos dedico este premio, porque sin su aliento, paciencia y comprensión no habría logrado gran cosa.
Probablemente parecerá exagerado o ingenuo hablar de felicidad al referirme a una profesión con tantas servidumbres, compromisos y presiones como la nuestra. Pero mi hija Blanca, desde un observatorio más científico, me ha explicado lúcidamente el enigma de la felicidad profesional. Así, me ha contado cómo el trabajo, que hasta pocos siglos era considerado una maldición para la humanidad, se ha ido convirtiendo poco a poco en una fuente de satisfacción. Primero fueron los artesanos, los músicos, los astrólogos, los matemáticos, los pensadores, los poetas, los investigadores, los escritores, y ahora la legión de nuevas profesionales cada vez más creativas, que encontraron la felicidad proporcionándola a otros y elevando la calidad de vida de los ciudadanos. Es lo que Blanca llama en su tesis de maestría “el trabajo apasionado”.
El periodismo es una mezcla de estas aspiraciones. Descubrir algo y correr a contarlo. Quien un día tiene la dicha de acabar “un relato bien contado”, que como dice Gabriel García Márquez, es la esencia de nuestro oficio, ha tocado un poco de cielo con los dedos.
No piensen que tengo una visión idílica de nuestra profesión. Grandes deficiencias nos acechan. Sin ir más lejos, la falta de perspicacia que hemos tenido para detectar la crisis financiera, el retraso en reaccionar ante los horrores de los Guantánamos esparcidos por el mundo, evidencian la facilidad con que nos embaucan toda suerte de poderes.
Sí, es un oficio maravilloso pero nos confundimos con demasiada frecuencia. Ahora con más motivo por la revolución tecnológica. Las continuas noticias de cierre de periódicos nos aturden. Es cierto que con internet, las redes sociales, los blogs y otros medios, se está desafiando seriamente a los diarios de papel. Pero si les digo la verdad este no es el problema. La cuestión está en si en estos nuevos medios habrá espacio y coraje para que los Emilio Zola de turno puedan denunciar las acusaciones falsas como las del capitán Dreyfus.
Hoy me angustia especialmente que no sepamos explicar Europa. Que los ciudadanos no entiendan el proyecto vivo más serio y comprometido de la humanidad para superar la guerra, las discriminaciones, las desigualdades y evitar la destrucción del planeta. Y me inquieta que no lo entiendan porque no hayamos sabido hacerlo “como un relato bien contado”.
Por esto es tan de agradecer y, con esto acabo, el esforzado empeño de la Asociación de Periodistas Europeos, de aprovechar una idea tan prosaica como la de un premio, para difundir la idea europea, que como dicen los sabios si no existiera habría que volverla inventar. Porque si le damos la espalda volveremos a tener aquí las mismas guerras de antaño, las odiosas discriminaciones y desigualdades y un mundo impresentable para nuestros hijos.