Texto de Almudena Grandes publicado en el catálogo de la Exposición «Madrid al paso«
Su tipo como ninguno en Espoz y Mina 1.
Aquel era el que más me gustaba, aunque muy cerca, en plena Puerta del Sol, una pancarta enorme, impresa en letras rojas y negras —Los guerrilleros. No compre aquí. Vendemos muy caro—, me intrigaba mucho más.
—¿Y por qué ponen eso, mamá?
—Pues para anunciarse.
—¡Pero cómo va a ser para anunciarse! Si así nadie les comprará nada…
Ella lo sabía todo, lo conocía todo, se movía por el centro con la seguridad de un general en un país conquistado. Cada vez que en el colegio alguna profesora nos pedía algo difícil de encontrar, mis compañeras se ponían nerviosas, yo no. No tenía motivos, porque sabía que mi madre dictaminaría, sin
margen alguno de error, la dirección de la tienda donde tendrían trajes de chulapa en otoño o polvorones en primavera. No había nada que se le resistiera, hilos, buriles, papeles especiales, reglas de acero, libros agotados, zapatillas de ballet… Y lo mejor era que todas aquellas tiendas estaban en el centro, en el corazón bullicioso y frenético de la ciudad, el paradisíaco caos que a mí ya me fascinaba.
—No lo entiendo, hija mía —decía ella, harta de mis exclamaciones, de mis preguntas, de mi insistencia por quedarme parada en cada escaparate—. Tienes el mismo gusto que los paletos. En eso has salido a tu padre, desde luego…
Desde luego. A ella, que había nacido en la calle Lope de Vega, no le gustaba mucho su antiguo barrio, y prefería el comercio burgués y elegante, reposado, del barrio de Salamanca. Mi padre, en cambio, fue siempre fiel al barrio de Maravillas, el Madrid chispero, golfo y desgarrado, que con el tiempo cambiaría de nombre —ahora es Malasaña—, pero no de carácter. No en vano se había criado entre la fontanería que su abuelo paterno, Moisés Grandes, tenía en la calle Velarde, y la taberna que su abuelo materno, Manuel Rodríguez, regentaba en la esquina de aquella misma calle con la de Fuencarral.
Mi familia todavía guarda algunos cacharros de barro de tres piezas —una especie de bote alargado, con una pieza de base perforada en medio y una tapa que se aseguraba con dos ganchos donde se podía colgar una cuchara—, de los que usaba mi bisabuelo para vender el cocido diario a los obreros solteros, poco antes de que su líder más carismático, Francisco Largo Caballero, pasara por allí para desayunar. Los trabajadores recogían los cacharros por la mañana, la sopa debajo, los garbanzos en medio, y los devolvían por la noche. Lo he oído contar muchas veces, como he oído hablar siempre del mercado de la Corredera, los puestos en la calle, pero no lo había visto hasta ahora, en una de las fotos que se recogen en esta exposición.
La memoria es un mecanismo curioso, leal y traidor al mismo tiempo. Las imágenes, los aromas, los sonidos de la vida vivida y de la imaginada, no menos real que aquélla, laten en un rincón polvoriento, arrumbados por el tiempo y la desidia, hasta que un estímulo adecuado, por pequeño que parezca, les devuelve de golpe su vigor.
Eso es lo que me pasa a mí mientras escribo estas líneas y veo dependientes con boina, y churros enganchados en un junquillo verde, y escaparates tan abigarrados que los ojos se agotan antes de verlo todo, y muchachas de servicio —sin medias, en zapatillas y con una fina chaqueta de lana cruzada
sobre el pecho en pleno invierno—, haciendo cola delante de un puesto. Nunca he llegado a olvidarlos, pero ahora recuerdo mejor la chulería de los eslóganes de las zapaterías —¿por qué siempre y sobre todo las zapaterías?—, y la decorosa elegancia de medio pelo de las dependientas de las mercerías, aquellas bolsas de papel donde devolvían las medias a las que les habían cogido los puntos y que llevaban siempre la misma inscripción: Las medias lavadas quedan mejor reparadas. En el mercado, las casqueras llevaban delantales almidonados y blanquísimos, para compensar el exceso sanguinolento de su trabajo, y los pescaderos, desde su lujoso balcón de hielo picado y festoneado de perejil, coqueteaban con las clientas mucho más que los otros tenderos. ¿Por qué? Tampoco lo sé, pero así era.
Madrid estaba allí y sigue estando aquí, tanto como en cualquier otra parte, más quizás. ¿En alguna otra ciudad del mundo se atrae a la clientela por el procedimiento de ahuyentarla? Si existe, yo nunca he estado allí. No compre muchos. Mañana podrían estar más baratos, reza un cartel colgado en
la puerta de una huevería que no conocí y que sin embargo reconozco, porque me devuelve al misterio de aquel paradójico eslógan de mi infancia.
Yo soy como soy porque he nacido, he crecido y he vivido en una ciudad donde todas las cosas importantes han pasado siempre en plena calle y con las tiendas abiertas. Las victorias y las derrotas, las fiestas y las batallas, la gloria y el dolor. Luego, aparte, está la capital del Estado, pero eso siempre ha sido, y sigue siendo, otro asunto. Madrid sólo sabe vivir en las aceras, en las plazas, en los mercados, en los negocios de un día, en el cotilleo permanente, en los chismes volanderos, en las noches eternas y las mañanas perezosas, en las barras de los bares, qué lugares tan gratos para conversar, cantaba Gabinete Caligari en los años 80, mientras la ciudad renacía por enésima vez de sus cenizas, no hay como el calor del amor en un bar. Eso es verdad, y aunque quizás hay que ser madrileño para descubrirlo, cualquiera que se asome a estas fotografías aprenderá algo importante sobre la naturaleza de esta ciudad que resiste, y no se quiere a sí misma, pero sigue resistiendo, como si no pudiera y no supiera hacer otra cosa que resistir.
Las cosas han cambiado mucho, pero no han cambiado tanto. Si quieren comprobarlo, vengan a ver esta exposición, y al salir, cojan la calle Larra hasta Barceló y ésta hasta Fuencarral, para ir andando luego, de escaparate en escaparate, hasta la Gran Vía.
Y ya me contarán.