Nativel, la mujer del cuadro (por Manuel Vicent)

Aquellas noches del franquismo estaban sonorizadas por los golpes que daban en el suelo con el chuzo los serenos cuando alguien los llamaba desde cualquier portal. Las mangueras que regaban el asfalto producían charcos con reflejos de cine negro manejadas por seres que parecían extraterrestres vestidos de hule y polainas fosforescentes. A veces la manguera se detenía para dar paso a un coche de la policía, al camión de la basura, a los peatones que salían de los teatros o, en este caso, a este grupo de periodistas que acababa de abandonar la redacción del diario Madrid, al filo de la madrugada, después de haber cerrado la edición que estaría en los quioscos al día siguiente por la tarde. La Ley Fraga del 68 había suprimido la censura previa. Las alambradas habían sido cortadas, pero en su lugar quedaba un campo sembrado de minas. El diario Madrid molestaba al régimen no por algunas leves críticas que publicaba como pellizcos de monja, sino por los elogios al dictador que se callaba. De hecho, una de aquellas minas se lo llevó por delante. Entre las risas de aquel grupo de periodistas sobresalía la voz rota fabricada a conciencia con coñac y tabaco del pintor Onésimo Anciones. El grupo lo formaban Miguel Ángel Aguilar, Cuco Cerecedo, Juby Bustamente y Nativel Preciado, tal vez alguno más. Son esas figuras que aparecen en el cuadro que Anciones pintó cuando el diario Madrid saltó por los aires.

Entonces la libertad se llevaba escondida en un bolsillo del pantalón de los primeros vaqueros y cada uno la usaba en secreto a su manera. Tal vez Nativel Preciado, por ser la más joven, la había incorporado a su vida para andar por el mundo con más naturalidad. La conocí una noche del 68 en el diario Madrid. La vi tecleando de espaldas en una Remington frente a una pared desconchada bajo la luz polvorienta que vertía sobre su cabeza un tubo de neón. Llegado al punto final de su crónica, extrajo el folio de la máquina, lo entregó al redactor jefe, se volvió hacia una compañera que, sin duda, sería Juby y le dijo: “Y ahora vámonos las dos a quemar la noche”. Vano empeño, puesto que en aquel tiempo la noche de Madrid solo la quemaba Ava Gardner, pero en boca de una joven de 18 años con los dedos manchados de bolígrafo era la señal de que la historia estaba cambiando.

El dictador gozaba de buena salud y el régimen atravesaba esa etapa de gambas al ajillo que la clase media española, apenas naciente, se permitía tomar como aperitivo los domingos al salir de misa de una. Pero las noches habían comenzado a romperse como se rompe una clase cuando el maestro abandona por un momento el aula. Aquellas noches para este grupo de periodistas se disolvían en el Oliver, en casa Gades y, sobre todo, en el café Gijón en cuya, humareda entre escritores, artistas y bohemios aparecía el perfil bereber del poeta maldito Carlos Oroza. Solo porque tenía los ojos rasgados y los pómulos altos, a Nativel la llamaban la china. “Al café Gijón fui poco tiempo —dice ella— porque era una niña tímida (17 o 18 años) y me sentí acosada por muchos intelectuales y artistas. Sandra, la presunta hija de Negrín, se enfadaba porque algunos se distraían conmigo y no le prestaban suficiente atención. Carlos Oroza, no tengo ni idea por qué, me dedicó uno de sus poemas orales que recitó en la facultad de Políticas donde yo estudiaba y eso me dio cierto pedigrí”. “Nati, Nativel, vietnamita, nornamita, por tu sombra hacia el norte de Vietnam… ¡Dejad que el trigo crezca en las fronteras! Oroza repetía estos versos que se hicieron famosos en la noche, repetidos como un mantra. A veces los alternaba con citas de Marcuse a la espera de un bocadillo de calamares, siempre a cuenta de algún admirador.

Esa pequeña libertad que cabía en el bolsillo de los vaqueros le sirvió a Nativel para irse a Londres a fregar platos, a tocar la guitarra y a cantar rancheras por los bares; a viajar a París para asaltar librerías e ir en busca de la maga de Rayuela inútilmente, pero en el camino por el Barrio Latino le permitió tomarse a medias un whisky con Yves Montand y con Jean-Louis Trintignant. Militó durante tres meses en la Liga Comunista Revolucionaria. Tenía la cabeza llena del embrollo ideológico de izquierdas propio del aquel tiempo.

Nativel es esa figura desnuda que atraviesa el cuadro de Anciones. Desde hace más de 40 años se conserva en la Asociación de Periodistas Europeos. Entre el polvo y los escombros que dejó la voladura del diario Madrid en 1973 se ven los personajes que caminaban riendo aquella noche del franquismo cuando se ensayaban los primeros ritos de la libertad individual, de aquel diario Madrid. Después de tantos años, Nativel Preciado ha quedado exenta de lesiones morales e ideológicas, libre de los daños colaterales de aquella voladura. Sigue siendo aquella, la rebelde, la que tenía los dedos manchados de bolígrafo, la misma, la que no ha cambiado. Pasados los años nadie sabe qué personaje elegirá la historia para sintetizar aquel tiempo, aquella nueva forma de estar en el mundo, aquella pasión colectiva.

Secciones