Artículo publicado en Atalayar el 3 de Mayo de 2021.
Se cumplen 200 años el 5 de mayo de la muerte del que fuera primer cónsul y luego emperador de Francia, Napoleón Bonaparte. Sin celebración imperial, porque sigue siendo la figura global europea que más controversia suscita: incuestionable hombre de Estado y modernizador de Francia para unos; conquistador insaciable, culpable de haber sembrado Europa de sangre y fuego, para otros. Queda aún lejos una de las grandes ambiciones del europeísmo: lograr un mismo libro de texto troncal sobre la historia del continente. Así, el emperador francés, aparte claro está de los Hitler y Stalin, sigue encarnando más que ninguna otra figura las grandes diferencias emocionales que aún se yerguen en las lindes internas europeas.
Waterloo, en las llanuras de Flandes, pasó a esa historia común europea como el escenario de la derrota definitiva del hombre que en vez de lograr bajo su égida la unificación de Europa, provocaría un nuevo reparto de territorios e influencias. Mientras el Congreso de Viena (1815) acordaba las nuevas fronteras, el responsable de aquella primera gran guerra paneuropea era desterrado a la remota isla de Santa Elena, en el Atlántico Sur, en donde moriría el 5 de mayo de 1821.
Una catarata de nuevos libros sale a la luz en Francia aprovechando la conmemoración. Abundan los debates y discusiones en todo tipo de foros sobre el hombre que, en 1799, puso fin al caos en que había derivado la Revolución de 1789, el régimen de terror y la orgía de sangre que había seguido al derrocamiento de la Monarquía absolutista.
Como parece ser tendencia universal, se observa una marcada propensión a juzgar a Napoleón descontextualizándolo de su tiempo y mezclándolo con los antagonismos políticos de hoy. Se le acusa, en consecuencia, de esclavista y de haber acabado con la República revolucionaria, contemplada como un sistema y ámbito idílicos. Se elevan voces, de momento pocas y aisladas, que proponen la remoción de sus cenizas del impresionante mausoleo de los Inválidos, alojadas allí después de que el rey Luis Felipe lograra trasladar a París los restos del emperador en 1840. Pocos también son los que, en sentido contrario, proponen una relectura que ensalce acríticamente su figura. La mayoría, afortunadamente, se inclina por la narración de los hechos en el marco de su tiempo, cuando Inglaterra ya se había hecho dueña de los mares, España penaba por mantener en pie los pilares de su inmenso, pero declinante imperio, Prusia soñaba todavía con unificar una Alemania poderosa, y Rusia ampliaba hasta el Cáucaso su acelerada expansión geográfica.
Sin arrepentimiento por las sombras, pero también sin negar las luces de su legado, la conmemoración de este bicentenario pretende no cargar las tintas sobre las inmensas matanzas y exacciones causadas por las tropas imperiales. Aunque cueste reconocerlo, la historia ha escrito sus mayores logros e innovaciones espoleados por sus guerras, sin ocultar para nada las tragedias personales y colectivas que constituían su precio.
Los españoles acabamos de rememorar precisamente también el 213º aniversario del levantamiento del pueblo de Madrid, primero, y de toda España después, contra el secuestro de la familia real y la ocupación y saqueo del país por las tropas francesas. Fue nuestra propia Guerra de la Independencia, cuyo resumen fue demoledor: arrasó la demografía del país, esquilmó el patrimonio cultural, destrozó los sectores más punteros de la industria española y, sobre todo, provocó los movimientos que conducirían a la independencia de la América española. A cambio, Napoleón I se dejaría 170.000 muertos en España y la convicción de que el catastrófico final de su imperio tenía su raíz en sus errores de enfoque y estrategia en el país en el que había entronizado a su hermano José I.
No son pocas las opiniones que consideran que, frente a un villano exterior común como Napoleón, el pueblo español conformó entonces su primer sentimiento identitario nacional. Además, la llama liberal que alumbró la Constitución de Cádiz en 1812 prendería tanto en la España europea, a pesar de su aplastamiento por parte del felón Fernando VII, como en la España americana, que trasladaría a sus sucesivas declaraciones de independencia los innovadores principios de “la Pepa”.
Doscientos años después, gran parte de los investigadores coinciden en que las reformas que acometió Napoleón desde su entronización en 1799 han marcado a toda Europa, que ha copiado literalmente o adaptado no pocas de sus innovaciones. Ahí están su Código Civil y su Código Penal; la creación del Banco de Francia; la futura Bolsa de París; 22 Cámaras de Comercio; el Tribunal de Casación; el bachillerato y las grandes escuelas superiores, e incluso nuevas formas de articulación de la vida en las ciudades, como, por ejemplo, la recogida obligatoria de las basuras, o la numeración ordenada de las casas edificadas a lo largo de los lados de las calles. También es obra suya la creación de la Legión de Honor, recompensa que premia los méritos y servicios al país de los ciudadanos que lo merezcan, sean civiles o militares.
Napoleón Bonaparte es, pues, historia, un yacimiento impresionante para investigadores e historiadores profesionales. Su figura, para bien o para mal, no se puede erradicar de esa historia. A menos, claro está, que los políticos actuales se empeñen en utilizarla como arma arrojadiza para sus disputas del presente.