Desde hace años, observamos una formidable transformación global en la industria de los medios de comunicación. Internet no sólo ha cambiado la oferta, sino también la demanda, y los dispositivos digitales han abierto nuevas posibilidades. Ahora bien, el iPad y sus derivados nos plantean la misma cuestión de fe que Internet lleva un tiempo poniendo sobre la mesa: si los editores pueden ganar dinero con ellos y, si es así, cómo.
En todo este debate sobre el futuro de los medios de comunicación se ha consolidado una tesis particularmente terca, a saber: que el periódico, este medio tradicional, está general e inevitablemente condenado al fracaso. Y confieso honestamente que soy alérgico a semejantes escenarios apocalípticos, especialmente porque con demasiada frecuencia son propagados por colegas que todavía se ganan la vida con productos impresos. Hace poco, se podía leer en un renombrado periódico alemán que los medios impresos durarán siete años más, pero ninguno más.
De ahí extraería mi primera lección para el buen periodismo: No hables mal de tus propios productos.
Este mandamiento es, por supuesto, una verdad de Perogrullo; acaso la regla más sencilla del mundo de los negocios. Pero en la industria de los medios de comunicación esa regla parece desconocida o, al menos, olvidada. La tesis que afirma la desaparición de la prensa es, desde mi punto de vista, un desastre de márketing y una autolesión sin precedentes. Y temo que pueda ser una de esas “profecías que se autocumplen”, a la vista de su constante repetición en el quiosco. Si no paramos de decir a nuestros lectores que ya no podemos estar a la altura de Internet, ¿por qué habrían de pensar que les estamos informando bien? ¿Por qué han de gastar dinero en un producto que los demás ofrecen gratis?
Este acto de autodestrucción me molesta especialmente, porque albergo grandes dudas sobre la teoría del declive de la prensa. No es que en Hamburgo vivamos en una torre de marfil. También yo sé cuán volátiles son las cifras de circulación. Y soy consciente de que el mercado español ha sido golpeado especialmente, por sumarse a la crisis estructural de la industria una severa crisis económica.
Sin embargo, no me duelen prendas en sugerir que vamos a tener que imprimir por mucho tiempo. Ahí fuera abundan los ejemplos disonantes. Incluso si acabamos distribuyendo digitalmente una buena parte de nuestros ejemplares, por ejemplo a través de la aplicación para iPad, eso no me da ningún miedo. No comerciamos con madera. La única pregunta importante es: ¿quién paga qué?
A la vuelta del milenio, Die Zeit coqueteó con el abismo. En aquel momento, todavía no se podía culpar de todo a Internet. Mis precedesores y yo nos vimos obligados, acaso antes que muchos otros, a tocar muchas teclas con objeto de cambiar Die Zeit radicalmente. Aquel shock nos mantuvo en marcha. ¿Quién es el responsable de la crisis de la prensa de hoy? ¿Solo Google, Facebook, Twitter? ¿O tal vez hemos carecido de valentía para admitir nuestros propios errores? Periodistas y editores deben considerar sin miedo lo que pueden hacer mejor. Y reconocer abiertamente aquello que ya hacen bien.
Ya estoy en el segundo mandamiento: Debes evaluar de manera realista tus fortalezas.
Estoy firmemente convencido de que el estado de la prensa no tiene nada que ver con milagros ni azares. Hay un gran anhelo de sustancia y relevancia en una época de creciente incertidumbre y complejidad. Precisamente ahora, los periódicos pueden ser un puerto de reposo en mitad de la formidable corriente diaria que constituye el caudal informativo.
De ahí el tercer mandamiento para el buen periodismo: Tenemos que proporcionar apoyo y orientación. Los medios impresos deben articular cuestiones complejas de manera legible, dejando en el lector la sensación de que ha aprendido algo. Eso es crucial para nuestra supervivencia.
Y los medios impresos tienen algo más. Frank Schirrmacher, co-editor del Frankfurter Allgemeine Zeitung y uno de los mejores columnistas alemanes, cuya inesperada muerte el pasado junio constituyó también para mí una trágica pérdida, decía lo siguiente al respecto: los periódicos son el único lugar donde no podemos ser controlados. Nadie sabe qué leemos y qué no. ¡Qué tesoro para la libertad, en la era de Google y Facebook!
No obstante, soy consciente de que sería un pecado mortal que descuidáramos nuestra presencia en la red. Porque el lector irá a Internet de todos modos; y no solamente a nuestro periódico. La cooperación está a la orden del día, de donde resulta mi cuarto mandamiento: Cooperarás sin ruindades.
Sea en Internet o en papel, al final se trata de distinguir entre buen y mal periodismo. Pero, ante la expansión de la oferta digital, formulo una pregunta herética: ¿podemos monetizarla? Y si no, ¿qué sacamos entonces de ella? De hecho, ¿diferencian nuestros lectores de forma clara la oferta impresa de la digital? Yo no lo creo. A mi juicio, la mayoría percibe ante todo una marca. Dejénme darles una cifra: al igual que sucede al New York Times, la versión impresa genera en torno al 80 por ciento de nuestro volumen de negocio y de nuestros beneficios.
Para mí, lo más importante es conservar la independen
cia y diversidad de los medios de calidad. Este tipo de periodismo es caro: las investigaciones, las corresponsalías, la labor de edición cuestan mucho dinero. Por eso, es preciso encontrar la forma de hacer dinero con estos contenidos en formato digital. Sólo así podemos defender nuestra independencia y credibilidad. Las redacciones deben poder soportar la presión y las sanciones; algo sólo posible cuando no equivalen a una amenaza de muerte financiera.
Debes aprovechar la crisis para probar toda clase de formatos y temas: así reza el quinto mandamiento. Si los periodistas quieren ser sismógrafos de los cambios sociales, deben idear una respuesta a los nuevos hábitos y necesidades de sus lectores.
Durante los últimos años, hemos introducido no pocas novedades en Die Zeit. Por ejemplo una página titulada «Creencias y dudas», que constituye una respuesta al interés creciente por las preguntas religiosas y éticas. ¡Y sus responsables andan ocupadísimos con los nuevos vientos vaticanos! Asimismo, a primeros de año hemos abierto la primera sección local de toda nuestra historia. Es para nosotros un proyecto excitante, cuyos primeros meses han ido tan bien que tenemos intención de ampliarla temporalmente de ocho a catorce páginas. Se trata de ir paso a paso.
A la vista de estos cambios, quedé algo desconcertado cuando una encuesta entre nuestros lectores reveló que, a su juicio, no habíamos cambiado en cincuenta años. ¡Nos quedamos de piedra! Sin embargo, comprendimos gradualmente que semejante percepción no era sino un gran cumplido: a pesar de los cambios, no hemos traicionado a nuestra marca. Por eso me atrevo a afirmar que los cambios radicales en un periódico, por principio, no pueden funcionar. Se parecen demasiado a un ataque de pánico. Es preferible extender las reformas a lo largo del tiempo, dosificándolas con cautela. En este sentido apunta el sexto mandamiento: Apela con calma a nuevos lectores, pero nunca descuides a los viejos.
Porque, afortunadamente, los hay todavía. No debe intimidarnos la sensación de estar dejando de lado el siempre difuso espíritu de nuestra época. Como es sabido, las crisis son la oportunidad de aquellos presuntos sabios que nunca han planteado una sola idea original. Algunos vienen y dicen: «¡Los periódicos tienen que ser más amarillos!» O bien: «¡Si hubiéramos seguido haciéndolo todo como en los buenos tiempos, no tendríamos ningún problema!» Protestar es inútil. En tiempo de crisis, todos tienen razón. Los más juiciosos se esfuerzan por defender aquello que alguna vez se ha demostrado como válido, para evitar su demolición irreflexiva. Porque semejantes volantazos debilitan la marca y terminan por perjudicar a quienes creen haber ganado algo con ellos.
Por eso, el séptimo mandamiento dice: Debes ser flexible, pero no volverte loco.
Quisiera subrayar una fortaleza de los medios impresos sobre la que merece la pena insistir: tienen la posibilidad de organizar el discurso público. Porque construyen, en la formulación del filósofo Jürgen Habermas, «la columna vertebral de la opinión pública». A lo que, para ser sinceros, hay que añadir: aquello que funciona razonablemente en el nivel nacional está en el contexto europeo todavía por construir. Ya que estamos todavía muy lejos de una «opinión pública europea». Todos nosotros -políticos, periodistas, empresarios- somos todavía presa de un modelo nacional de pensamiento.
Como italo-alemán, me deja perplejo que Alemania sea presentada en muchos medios italianos a la vez como enemigo y chivo expiatorio, pero cuando visito Italia, no encuentro en su gente sino un gran interés y benevolencia. Y contemplo al tiempo con preocupación cómo en ciertos medios alemanes rigen los mismos clichés de siempre sobre los países del sur y sus sociedades en crisis.
El periodismo de calidad, tal como lo entiendo, debe capacitar a los ciudadanos para que formen su propio juicio, de manera que puedan así participar en el proceso democrático. Las noticias, por sí solas, no significan nada. Una esfera pública crítica comprende tanto a los periodistas como a unos lectores capaces de jerarquizar esas noticias.
Se deduce de ahí una tarea para los periodistas y los periódicos, o mejor, un octavo mandamiento: Debes ser políticamente revelante, pero no haciendo política.
Incuestionablemente, un periodista desea siempre generar titulares, a ser posible cada día; es parte de nuestro ADN. Sin embargo, la pregunta es qué pretendemos con ello: si aumentar la indignación de nuestros lectores o ilustrarlos por el camino. Demasiado a menudo fijamos nuestra atención en aspectos marginales o en presuntas debilidades de carácter de políticos o personalidades sociales relevantes, de manera que lo decisivo queda fuera del campo de visión. Ahí reside una de las tareas más importantes del periodismo, a saber, diferenciar entre lo relevante y lo irrelevante.
Precisamente por ocupar la prensa en los países occidentales una posición comparativamente privilegiada, al sernos la libertad de prensa ya tan familiar como la corriente eléctrica, deben tener nuestros medios de calidad la capacidad para defenderse de cualquier presión y de cualquier grupo de presión. Tanto más lamentable resulta así cada ocasión en la que se proclama un escándalo y se decreta la caza de alguien que ha cometido un error. La inmisericorde actitud de la esfera pública con quienes tropiezan alguna vez me parece, cada vez más, una moderna versión de la picota medieval. Muchos, también entre mis colegas, encuentran detestables semejantes cacerías; echan de menos la vara de medir que creíamos vigente en un Estado de Derecho. Pero, ¿qué hacemos contra eso? Lo mínimo posible. Y puede que allí donde no existe represión estatal, el conformismo acabe por tener una fuerza sorprendente.
Tengo así al noveno mandamiento para el buen periodismo por especialmente importante. Reza: No hay que perseguir a alguien cada semana.
Tal vez los medios sean hoy más poderosos que nunca; cuando menos, en la era digital parecen más destructivos que nunca. Antaño, nos quejábamos de la hegemonía de la izquierda. Hoy, se abre paso en la red, pero también en los medios analógicos, una hegemonía de la maledicencia, la denuncia, el conspiracionismo. Necesitamos por ello más que nunca periodistas independientes y valientes, capaces de ilustrar y de presentar un contrapeso a los poderes establecidos. ¡La función de vigilancia del tan fragmentado hoy Cuarto Poder no se delega tan fácilmente en Twitter y chats! De aquí se deduce el décimo y último mandamiento para el buen periodismo: Debes ser valiente y luchar por la libertad de opinión.
Finalmente, todo se resume en la pregunta por el valor espiritual que hayamos de atribuir a nuestro trabajo y por el modo en que interpretemos nuestro papel como ciudadanos de una democracia. Por eso mismo, no me siento hoy como el último mohicano, reunido aquí con ustedes para conjurar viejos espíritus.
¿Qué pasó cuando Moisés entregó a su pueblo los Diez Mandamientos? A modo de conclusión, voy a leerles lo que dice la Biblia. Me he permitido cambiar la palabra ‘Dios’ por la palabra ‘Internet’: «Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la corneta, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron y se alejaron. Dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros, eso queremos oír. Pero que Internet no hable con nosotros, para que no muramos. Y Moisés respondió al pueblo: ¡No temáis! Para probaros vino Internet, y para que esté delante de vosotros, para que no pequéis. Entonces el pueblo se mantuvo alejado y Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Internet».
Y Moisés dijo: ¡Muchas gracias por su atención!
Traducción de Manuel Arias Maldonado
Discurso leido por Giovanni di Lorenzo, director de Die Zeit, al recibir el XIII Premio Diario Madrid el día 24 de octubre de 2014.