Dice el Consejo Nacional Electoral (CNE) que las elecciones presidenciales de Venezuela las ganó Nicolás Maduro con el 51,20% de los votos, frente al 44,2 % obtenido por el candidato de la oposición, Edmundo González Urrutia. Todo ello, al culminar supuestamente el conteo del 80% de los sufragios.
Por descontado, tales resultados oficiales nada tienen qué ver con los sondeos a pie de urna, ni tampoco con las actas transmitidas por el propio CNE a los supervisores de la oposición, que coincidían en la victoria aplastante del candidato opositor con el 70% de los votos, según lo detalló la mujer fuerte de la coalición opositora, María Corina Machado.
No cabe duda de que el propio Maduro sabía perfectamente a mediodía del domingo que tenía las elecciones perdidas. Le delataron sus declaraciones en las que aseguraba por primera vez en su vida que reconocería “el resultado oficial”, haciendo seguidamente un llamamiento a que todas las fuerzas opositoras hicieran lo mismo. Sabía, pues, en ese momento tanto que las urnas se estaban llenando de votos en su contra como de la ingeniería en marcha para obrar el milagro de convertir una estrepitosa derrota en una victoria más o menos aceptable.
Pero, ha sido tan grosero y evidente el fraude, que ningún país ni institución internacional de contrastados prestigio y solvencia se ha atrevido a avalar esos “resultados oficiales”. Unos denuncian con estridencia el pufo electoral. Otros, más contenidos y con la prudencia diplomática con que se pronuncian, no han cesado de reclamar “transparencia” en el recuento y en la transmisión de los datos. Que éstos iban a brillar por su ausencia ya se sabía de antemano, por cuanto el chavismo se cuidó mucho de impedir la presencia de observadores y testigos internacionales que no fueran de fidelidad contrastada a la denominada Revolución Bolivariana.
Entre los pocos admitidos, figura en lugar preeminente el expresidente del Gobierno de España José Luis Rodríguez Zapatero, que todavía no ha explicado quién le ha pagado los más de 50 viajes y estancias efectuados en Venezuela desde que empezó su apasionado idilio con la vicepresidenta venezolana Delcy Rodríguez, la que siempre se dirige a él como “Mi príncipe”.
El entramado bolivariano en Venezuela, como el de toda tiranía, se ha perfeccionado hasta hacer prácticamente imposible no sólo la alternancia en el poder, sino la simple existencia y libre actividad de una oposición digna de tal nombre. El país puede descender a los infiernos de la ruina colectiva, pero siempre habrá por encima una “nomenklatura” de los privilegiados del régimen, dueña de todos los resortes económicos y financieros, bien protegida por unas fuerzas de seguridad cuya dirección efectiva ostentan los servicios de inteligencia cubanos, que ya han acreditado sobradamente el mantenimiento en el poder de los descendientes del castrismo.
La Habana, verdadero centro neurálgico de la filosofía política que impregna al Grupo de Puebla, transmite a sus acólitos que, “una vez conquistado el poder, este no se cede bajo ningún concepto”. Cabe recordar al respecto que el líder de la Revolución Sandinista nicaragüense, Daniel Ortega, sufrió una vez un síncope democrático, que propició la celebración de unas elecciones limpias y, en consecuencia, los cuatro años de Violeta Chamorro al frente del país. Ortega fue llamado entonces a capítulo a Cuba, donde los Castro le abroncaron con tal intensidad que “Danielito” ha terminado por imponer una dictadura en Nicaragua tanto o más severa que la de Cuba.
Esa misma consigna se la han transmitido a Nicolás Maduro tantas veces como el presidente de Venezuela visita la isla para recibir instrucciones y hacer repaso de los fundamentos de una buena tiranía.
La corajuda María Corina Machado, que, a pesar de todas las zancadillas, obstáculos e incluso ataques cercanos al atentado imaginables, no ha cesado de tender la mano a un régimen corrupto y preconizar la reconciliación, clamará, como toda la oposición, contra este nuevo y brutal fraude masivo, que provocará la frustración de los ocho millones de venezolanos exilados y de sus familias, ansiosas por terminar con tan larga y forzada separación. A Maduro, bien secundado por sus dos hombres fuertes, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino, le dará exactamente igual, incluso que se produzca un nuevo y masivo exilio que se desparrame por el resto de América Latina, con Brasil y Colombia a la cabeza, además de los que buscarán en España el cobijo y amparo que no les ofrece la tiranía chavista.
Una buena amiga psicóloga me recuerda uno de los dogmas de su especialidad: “Cada vez que te generes una expectativa estarás planeando tu próxima frustración”. Millones de venezolanos, y con ellos tantos amigos y simpatizantes demócratas, habían querido creer que esta vez sí el régimen no se atrevería a fabricar un fraude tan gigantesco para seguir hundiendo las raíces de lo que muchos califican de narcoestado. Su frustración es, pues, tanto mayor cuanto que las expectativas les había hecho creer que las tiranías de extrema izquierda conservan algún resquicio de vergüenza.
Artículo publicado en Atalayar el 29 de julio de 2024 por Pedro González