Hace tiempo que me atormentaba la idea, que cada día se mostraba más inevitable, de tener que enfrentarme al folio en blanco para escribir que Manu Leguineche había muerto. Llevaba muchos años sufriendo en su retiro de Brihuega sin perder su buen humor, una enfermedad, o mejor un popurrí de dolencias, todas serias, que cuantos le tratábamos, y por supuesto él mismo, sabíamos que lo inevitable podría sucederle en cualquier momento. Hasta el final mantuvo la tranquilidad y la sonrisa contagiosa que a pesar de sus males nunca la abandonaba.
Compartí con él muchas peripecias difíciles, a menudo dolorosas, y no siempre carentes de peligro. Pero nunca le noté que sentía el miedo que a mí me hacía temblar las piernas. Casi me atrevería a decir que en más de un momento nos jugamos la vida juntos aunque a su lado, el peligro siempre acababa convertido en una anécdota y a menudo en una lección. Sabía buscar la noticia como nadie y para conseguir un dato o vivir de cerca una experiencia nunca regateaba ni esfuerzos ni se dejaba vencer por las dificultades.
Era, en síntesis, el mejor de una generación de reporteros excelentes de la cual tengo el honor de considerarme un alumno aunque a su lado no especialmente aventajado ni lo bueno que hubiese deseado. Era el mejor como periodista, cuya fama había traspasado muchas fronteras, pero además, también era admirable como persona. Rebosaba humanidad y la transmitía convertida en ejemplo de permanente de vida interior intensa. En los conflictos y desastres que con tanta frecuencia vivió desde dentro en los cinco continentes, más de una vez le vi derramar lágrimas que le saltaban espontáneamente ante las desgracias y miserias.
Manu Leguineche era una figura del periodismo, admirada y respetada tanto por sus lectores o espectadores como, lo que siempre resulta más difícil, por sus compañeros en la competencia in situ por obtener una noticia o por divulgarla el primero. Era un colega extraño porque carecía de enemigos. Sólo tenía amigos y pocos, si hay alguno entre cuantos hemos coincidido con él en diferentes coberturas, no tendrán algo que agradecerle. Ayudaba a todo el mundo, estimulaba a quienes sin manifestarlo queríamos lo imposible, que era superarle, y se convertía en el paño de lágrimas cuando la emoción o la incertidumbre embargaban el ánimo de quienes compartíamos con él angustias y fatigas.
La grandeza de Manu reconocida con tantos premios y distinciones, se revelaba en los momentos más difíciles, los que le hacían abandonar sus pausas de reflexión en silencio. Era un profesional de enormes recursos y brillantes ideas que vinculaba invariablemente a su independencia. Una independencia que le llevó a crear agencias exitosas y a tratar de ejercer la profesión como él la entendía, sin amarras de ningún tipo. Al hacer balance de la obra que nos lega. Tampoco hay que olvidar sus libros, libros siempre impregnados de igualmente de buen sentido periodístico.
Recordar ahora vivencias conjuntas se haría interminable. Manu Leguineche nos ha dejado, pero nos queda su obra para recordar en directo, tal como él la contaba en sus crónicas, la narración de la historia reciente. Ningún acontecimiento en más de cuarenta años le fue ajeno a su entrega para transmitirla de forma clara, amena y sobre todo rigurosa, con el rigor que aporta el haberla compartido con sus protagonistas.
Diego Carcedo