«La Unión Europea ha abierto sus puertas a los ucranianos en busca de refugio, pero esas puertas deberían abrirse también a los rusos que por convicción se niegan a participar en esta canallesca guerra»

Palabras de Pilar Bonet al recibir el Premio de Periodismo "Francisco Cerecedo"

Vista general del salón durante las palabras de agradecimiento de Pilar Bonet
Vista general del salón durante las palabras de agradecimiento de Pilar Bonet

Majestades, señoras y señores, colegas, amigos…

Quiero en primer lugar dar las gracias al  generoso jurado de este premio que llega como un bello, emocionante e inesperado regalo en un momento difícil de mi vida.

He estado dándole vueltas a cómo abordar este texto teniendo en cuenta el carácter festivo de esta velada y también lo que se nos ha acumulado fuera desde hace más de tres años, desde la pandemia hasta la guerra provocada por Rusia al invadir Ucrania. Esto último me afecta especialmente porque, tras treinta y cuatro años pasados en Unión Soviética y en el espacio postsoviético, hasta hoy me resulta imposible separar mi labor de cronista de mi vida personal.

Permítanme sin embargo empezar por una época  anterior a la que inicié en 1984 cuando llegué a Moscú como corresponsal de El País. Me refiero a la experiencia de la Transición española, que yo viví desde un semanario fundado por  las fuerzas progresistas de Ibiza.

Nos trasladamos pues a 1977, el año de las primeras elecciones democráticas tras el franquismo, el año de la muerte de Elvis Presley y también el de la muerte de nuestro compañero Francisco Cerecedo, en honor del cual nos reunimos aquí esta noche.  Casualmente, el primer número del semanario que se llamó “UC” vio la luz una semana antes de que falleciera.

En “UC” yo, aún estudiante, era la menor de un equipo de periodistas decididos a cambiar la vida isleña. Desde la vecina Formentera, el director, un castellano afincado en aquella isla, acudía a Ibiza una vez por semana. Venía en una de las pocas barcas que por entonces cubrían el trayecto interinsular y durante la travesía leía el Herald Tribune que había comprado antes de zarpar. Al llegar a la redacción se ponía a escribir la crónica de internacional. Escribía a gran velocidad, mientras yo trataba de encajar las piezas de un artículo, que, a diferencia de mi colega, no solían cuadrarme. Y él, mirándome compasivamente, me decía: !Qué lenta eres, niña!

Y  es verdad, como saben muy bien mis jefes en Madrid a los que más de una vez he llevado al borde del infarto (dos de ellos están en las sala hoy y por suerte vivos). La lentitud viene del miedo a que la realidad, con sus flecos y matices, se me escape  por las costuras de los esquemas.

Durante la transición yo iba a buscar noticias en moto con un cestito que contenía mi cámara, mi bloc y mi grabadora. Recordé recientemente aquel equipaje al hablar con Fernando Ónega sobre el oficio de periodista, que a mi juicio,  comienza  por llenar ese cestito, en tanto que metáfora de la relación con la realidad, sean setas o noticias.

Seguí intentando llenar cestitos en la URSS y en Rusia y para ello mi experiencia de la transición isleña fue un tesoro, pues las relaciones entre las personas se rigen por las mismas normas en el microcosmos de la isla que en los vastos espacios euroasiáticos. En todos ellos coexisten  los tipos humanos descritos en claves distintas, por los clásicos y por los cómics; hay buenos y malos  y a veces, como vemos ahora, hay malos superlativos.

Durante 34 años  el diario EL País confió en mí y me dio la gran oportunidad, no ya de cubrir un suceso histórico, sino de vivir y acompasar varias épocas de la Gran Historia. En enero de 1984, la Unión Soviética, la segunda potencia nuclear, languidecía en lo que se vino a llamar el  “estancamiento”.  Mijail Gorbachov la sacó del letargo. Su “perestroika” sembró la esperanza de un planeta mejor, sin muros divisorios y sin armas nucleares amenazadoras.

Falló la ingeniería. La URSS se derrumbó y 15 nuevos países comenzaron a buscar su lugar en el mundo. En la Rusia de los años noventa, la política de Boris Yeltsin provocó una brutal disparidad entre los que se enriquecieron gracias a su cercanía al poder y la enorme masa de ciudadanos desorientados tras perder el país que consideraban su patria.

Para protegerse a sí mismo y a los suyos de la eventual revancha de una sociedad engañada y empobrecida, Yeltsin designó como sucesor a Vladímir Putin. Y paradójicamente, aquel elegido,  formado en los órganos de seguridad y curtido en la fiebre depredadora de los noventa, acabó por transformarse en el abanderado de la “revancha”.

Ante la saña que el invasor muestra en Ucrania hoy es imposible no preguntarse dónde se torció la trayectoria rusa hacia la democracia, hacia la modernidad y hacia Europa

¿Fue en 1993, cuando los vencedores del golpe de Estado de 1991 incapaces de llegar a un consenso se enfrentaron violentamente entre sí?

¿Fue en 1996, cuando Yeltsin fue declarado vencedor en las “truculentas elecciones” orquestadas por unos oligarcas que después pasaron factura por la “victoria”?, ¿Fue en las fraudulentas subastas de privatización de los bienes estatales?

¿Por qué los occidentales fueron tan complacientes con la degeneración del régimen? ¿Por qué se beneficiaron de ella? ¿Por qué  la anexión de Crimea  se consideró un caso aislado?

Como periodista me pregunto si hubiera podido entender mejor lo que sucedía e iba a suceder y explicar lo que costaba decir a quienes no deseaban escuchar?

No lo sé, pero creo que tras la deriva de Rusia hacia un estado represivo, hay una larga lista de errores, omisiones y silencios.

Pero ningún país está a salvo de las derivas autoritarias. Rusia es simplemente un ejemplo de los riesgos de hipotecar la democracia a los populismos tejidos de frustraciones. Cuando los dirigentes políticos mienten con descaro mirándonos con ojos inocentes, los periodistas estamos obligados a llamarles “mentirosos” y demostrar que lo son. En Rusia y en todas partes.

Experimento hoy una especie de desdoblamiento. Físicamente estoy aquí. Mentalmente, me siento aún sumergida en el  amplio espacio euroasiático. Sentada a mi mesa de trabajo, durante días enteros, he compartido por whatsapp o por telegram la angustia de personas atrapadas por la guerra. He conversado con Simferópol en Crimea, con Tomsk en Siberia, con Yekaterinburg en los Urales, con Moscú, con Kiev y Járkov. De todos esos puntos llegaban preguntas: ¿Adónde huir? ¿Dónde esconder al hijo en edad militar? ¿Cómo lograr un visado o un empleo?

La Unión Europea ha abierto sus puertas a los ucranianos en busca de refugio. Pienso que esas puertas deberían abrirse también a los rusos que por convicción se niegan a participar en esta canallesca guerra y que habría que buscar un mecanismo común para identificar a quienes así llegan a cualquiera de nuestras fronteras, desde el Báltico al Mediterráneo.

Y en cuanto al periodismo en Rusia hoy, admiro a esos profesionales que trabajan discretamente en condiciones duras y peligrosas sin dejarse intimidar ni comprar,  a los compañeros que  buscan las palabras justas para avanzar por la cuerda floja sin ser víctimas de la censura o caer en la banalidad.

.Esos periodistas que a veces trasmiten con mensajes cifrados son imprescindibles para que las antenas de nuestra profesión lleguen lo más lejos posible al observar cuanto sucede en Rusia.

Admiro profundamente a los compañeros que arriesgan su vida, hoy sobre todo en Ucrania, y nos informan desde  las trincheras, los hospitales de campaña, las casas destrozadas por las bombas y los hogares de ciudadanos hambrientos y ateridos. Los admiro y les doy las gracias.

A todos estos periodistas que nos permiten entender mejor el mundo, a todas las personas que forman la memoria histórica de las corresponsalías en el extranjero, quiero dedicarles este premio. Muchas gracias por otorgármelo y muchas gracias por escucharme hasta aquí.

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