Artículo publicado por Pedro González en El Debate de Hoy el 9 de Enero de 2018
El acuerdo entre Irán, Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea tenía visos de acabar con la situación precaria que vivía el país iraní, pero dos años después los ciudadanos ven cómo su situación, lejos de cambiar, incluso ha empeorado con la retirada de servicios básicos, como la cobertura sanitaria gratuita, o el aumento del precio en productos de primera necesidad, mientras aumentaban los casos de corrupción.
Apenas un mes después de que entrara en vigor el acuerdo con Irán para detener su carrera por dotarse de armamento nuclear, el presidente norteamericano, Barack Obama, desbloqueaba los activos financieros iraníes. Eran nada menos que cien mil millones de dólares. Sin embargo, lo que más impactó entonces –era 2015- a la gran mayoría de los 82 millones de ciudadanos iraníes fue contemplar en su televisión oficial las imágenes que mostraban cómo se cargaban en un avión ruso 1.900 millones de dólares en billetes contantes y sonantes con destino a Teherán.
Era la primera contrapartida del acuerdo firmado entre Irán, de una parte, y Estados Unidos, Rusia y la Unión Europea, de otra. Esa población de mayoría aplastantemente joven imaginaba que con ese dinero se mitigaría gran parte de sus penurias, especialmente las derivadas de un paro juvenil en torno al 30%, y unos salarios que no permiten vivir y conformar familias bajo el techo de una casa decente.
Dos años después, los iraníes han comprobado que no les ha caído prácticamente nada de aquel ingente maná. Peor incluso, el reelegido presidente Hasán Rohaní anunció a últimos de noviembre que se cancelaba la cobertura médica gratuita, el proyecto social estrella de su renovado mandato presidencial. Además, al mismo tiempo que culpaba a los enemigos del régimen de atentar contra la estabilidad de Irán, anunciaba fuertes subidas, de hasta un 50%, en productos básicos como los huevos, los combustibles y el transporte.
Corrupción y expansionismo, los culpables
En los ambientes estudiantiles se propagó la tesis de que estas agravadas penurias tenían dos causas fundamentales: la corrupción imperante en el régimen teocrático y la financiación del expansionismo fuera de las fronteras iraníes: Siria, Iraq, Yemen y Líbano, principalmente. La mecha prendió a últimos de diciembre en Mashad, la segunda ciudad del país, situada en el extremo noreste, desde donde se extendió como la pólvora a una cuarentena de ciudades, entre ellas las emblemáticas Ahvaz, Ispahan, Chiraz, la propia Teherán e incluso Qom, la considerada ciudad santa del chiismo, de cuyo seminario han salido los principales ayatolás del régimen islámico chií.
Una veintena de muertos y más de mil detenidos es el balance con el que Mohamad Alí Yafari, comandante en jefe de los Guardianes de la Revolución (un auténtico estado dentro del Estado), decretaba “el fin de la sedición” antes de que concluyera la primera semana de enero.
Sin embargo, está por ver que esté concluida esta crisis, la más grave desde la del Movimiento Verde de 2009, acaecida a raíz de la reelección entonces del presidente Mahmud Ajmadineyad, y que no sea en realidad sino el comienzo de una encarnizada lucha por el poder que pueda acabar con la teocracia instaurada por el ayatolá Ruhola Jomeini en 1979.
La población no solo se ve espoleada por la sensación de que los gerifaltes del régimen se hayan llenado los bolsillos, sino que también perciben que una posible derrota en la pugna que sostienen con Arabia Saudí por la hegemonía del Islam puede desembocar en una larga época de miseria para todo el país.
El líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, ha culpado de las manifestaciones y tumultos a una “conspiración de los enemigos de Irán”. Es evidente que, sin nombrarlos, se refiere a la propia Arabia Saudí, a Israel y a Estados Unidos. Su entorno no exhibe pruebas fehacientes de que los servicios secretos de esas tres potencias estén instigando las revueltas, aunque es un secreto a voces que el rey Salmán, el primer ministro Netanyahu y el presidente Trump verían con muy buenos ojos el derrumbamiento del régimen teocrático iraní.
Derrumbamiento por implosión
Todos ellos saben que Irán es una potencia de gran peso en el escenario geopolítico de Oriente Medio, pero también que no es factible destruirlo a partir de una intervención exterior. En otras palabras, el régimen solo implosionará a partir de un levantamiento interior, azuzado eso sí por todos los que tengan intereses directos o indirectos en el cambio. Particularmente activos en esta tarea son los grupos opositores en el exilio, que desde sus refugios en Francia y el Reino Unido, entre otros, espolean las acciones de protesta.
Este mismo año va a ventilarse la sucesión de Alí Jamenei y ya hace tiempo que se ha desencadenado una lucha sin cuartel entre las diferentes facciones. Hablar de conservadores y reformistas a propósito de un régimen como el islámico es simplemente una descripción para la comprensión bajo parámetros occidentales, ya que allí todos los dirigentes son ultraconservadores radicales en mayor o menor grado.
Como parte de esa pugna se ha desencadenado el debate acerca de cómo enfrentarse a esta “revolución de los huevos”. Inicialmente parecía imponerse la tesis de “la represión sin contemplaciones”. Ahora, a instancias de Rohaní, ganan adeptos los que preconizan algún gesto que aplaque el magma que parece hervir bajo la superficie de las protestas. Ello pasaría por alguna condena ejemplar en alguno de los casos de corrupción más irritantes, como los que se han producido en fondos de pensiones, instituciones bancarias e incluso en la sustracción de fondos destinados a las catástrofes naturales, tan frecuentes en el país.
El problema es que en todos esos casos están implicados poderosos ayatolás. Posibles condenas a modo de escarmiento de alguno de ellos indicarán entonces quién o quiénes van ganando la partida en esa despiadada pelea interna del régimen.