La ciudad crece

Texto de Bernardo Ynzega publicado en el catálogo de la Exposición "Madrid al paso"

SE AMPLÍAN EL REPARTO Y LA ACCIÓN

En el segundo acto aparecieron nuevos actores, y cambiaron algo, no mucho, algunos de los que ya estaban.

Madrid fue siempre ciudad abierta a la que cada uno llegaba con su mochila y sus ideas. Roto el prometedor relevo de los años venti-treinta, con el turbión de la posguerra llegaron muchos, y siguieron llegando y llegando. No es fácil hacer el inventario de aquella primera turbamulta que sacudió al Madrid exangüe de los cuarenta; fue demasiado variopinta. El posible guión se había roto y cada uno — o cada grupo— trataba de escribir el suyo a su manera. Hubo de todo. No es fácil, pero esa no es razón para dejar de señalar lo principal. Podemos hablar de tres grandes grupos.

El primero en querer afianzarse, el más conspicuo, intentó —afortunadamente con pocos y pasajeros resultados— inventar una tradición imperial victoriosa halagadora del Régimen. Probablemente es arriesgado y políticamente incorrecto decir que el Régimen no tenía especial interés en la Arquitectura y mucho menos aun en su estilo o en el modelo de ciudad, pero la verdad de esta afirmación es más que probable: hay amplia evidencia de ello. Quien sí tenía especial interés interesado fue la corte de cantamañanas que con más ambición que talento supo encaramarse a los puestos clave de la decisión arquitectónica y urbana, y su cohorte de seguidores acomodaticios, de pusilánimes y de chaqueteros que no dudaron en decir Diego donde decían digo. Presididos al inicio por alguien como Muguruza, cuyo mayor mérito para pasar a la pequeña historia de la arquitectura (y la escribo con minúscula a propósito) fue el haber dado su nombre a un cuaderno de dibujo, Madrid les debe —en lo formal— propuestas tan «gloriosas» como el tardío arco de la victoria, el traidor Ministerio del Aire, el chuequismo casticista, el tipismo trasnochado, el paternalismo viviendista y algunos otros «ismos» cultural e históricamente descarriados. Lo peor no fue tanto lo que hicieron, pese a ser como fue, sino lo mucho que molestaron al congelar y retrasar lo que otros o incluso algunos de ellos mismos podrían haber hecho; y,aun peor, al deformar el gusto y la cultura de muchos halagando como valioso lo falso y sustituir la razón con la pretensión.

Al comienzo del segundo acto, la mayoría de la burguesía reformadora dejó de, o no osó, intentar reformar nada. El miedo, la prudencia o el acomodo no forman el nicho ecológico del cambio. O se quedaron quietos o siguieron la onda de lo que, más como coartada que con fundamento, afirmaban ser la estética ortodoxa o el lenguaje arquitectónico del Régimen. Avanzados los tiempos, su interés por la ciudad decayó. Dejaron de ser una fuerza cívica pero retuvieron su influencia, en la medida que su afinidad estilística conservadora, de un gusto más culpable que dudoso, continuó intacta y que se la supieron contagiar con éxito a parte significativa de la sociedad emergente, retrasando en años la aceptación más generalizada de un diseño, una arquitectura y unas ideas urbanas actuales. Ahí siguen los unos y los otros, desplegando su ignorante mal gusto y su añoranza figurativa en hilera tras hilera de casitas de Blancanieves y los Siete Enanitos suburbanos y en su deseo de una ciudad con trazos de parque temático de madrileñismo casticista inventado. ¡Que se lo digan si no a las luminarias de la nueva puerta del Sol, vilmente reemplazadas, a petición popular, por unas innombrables, falsas y anacrónicas farolas fernandinas!

Al margen de semejantes grupos, lo que quedaba de la burguesía reformadora interesada en la ciudad, reforzada por una nueva élite de técnicos, encontró acomodo y acción; unos como funcionarios de un cierto nivel al servicio de la Administración, otros en el campo de los negocios relacionados con la ciudad. Fueron tal vez el grupo más importante del Madrid de los cincuenta-setenta.

En lo público fueron los responsables de continuar la idea de un Madrid planificado, superando el ámbito municipal estricto para abordar el conjunto de la metrópolis, a contrapelo del desinterés o la ignorancia de los políticamente responsables. Prueba de ello, que como la contaron la cuento: en los cincuenta, recién regresados de un congreso internacional, un grupo de arquitectos planteó al responsable político del Gran Madrid la conveniencia y necesidad de redactar un Plan Metropolitano; éste mostró algún interés y preguntó cuánto costaría y en qué plazo se podría hacer; se lo dijeron y le pareció mucho gasto (no había costumbre de pagar por pensar) y demasiado plazo; su respuesta fue:

—No.

Se fueron desolados pero uno de ellos, el más astuto, Antonio Perpiñá, dijo algo así cómo:

—Dejadme que lo piense y veremos lo que se puede hacer.

Se tomó unos días. Volvió a ver al responsable. Dijo que lo habían reconsiderado y que se podía hacer por menos.

—Hombre, eso ya es otra cosa, es más razonable… ¿En que plazo se podría acabar?

La respuesta estaba super pensada, ahí estaba el truco:

—En diez meses.

—¿Diez? Noviembre…. septiembre. ¿Se podría adelantar a julio?

—No es fácil, pero… sí, tal vez.

—¿Podría estar para el 15?

—Mmm… Sí.

—Pues… de acuerdo. Lo hacéis en ese plazo y el 18 de julio se lo presentamos a Franco.

Luego costó lo que tenía que costar y llevó el tiempo que tuviese que llevar, pero así empezó: con regate y regateo intercultural.

Con la prosperidad, el dinero trajo los coches, cada vez más y más, hasta que fueron muchos, muchísimos. Todos querían poder llegar en su coche a todas partes, incluso al Centro que nunca los tuvo y no estaba diseñado para ello. El tráfico se convirtió en uno de los grandes argumentos y sus infraestructuras en uno de los protagonistas de la acción reformadora: los primeros aparcamientos subterráneos en régimen de concesión (Santo Domingo, Mostenses, calle de Sevilla,); cruces en túnel y, sobre todo y lo más visible, cruces y pasos elevados, los llamados «Escalectric»; el más conocido el de Atocha, cuya desaparición fue, más tarde, todo un símbolo de cambio.

A propósito, y saliéndome algo del inexistente guión, como me pasó lo cuento. A inicios de los ochenta, siendo alcalde Tierno Galbán, acabábamos de terminar un extenso estudio sobre el Centro de Madrid, Programa de Actuaciones Inmediatas para Madrid Centro. Muchas recomendaciones, complejo. Interna y jocosamente nos referíamos a sus costes en unidades de «Tamames Oro». (¿Ramón Tamames ejercía de concejal de Hacienda?) Tierno me preguntó:

—Todo esto está muy bien, Ynzenga, pero: ¿qué es lo principal, en qué me debo fijar?

—Don Enrique, hay varias cosas… (destaqué tres: rehabilitación de viviendas, peatonalización, recuperación del segundo tramo de la Gran Vía); pero la más visible, la que más directamente comunicaría a los madrileños que la política municipal está cambiando a favor del ciudadano, sería desmontar el Escalectric de la Plaza de Atocha.

—Tiene usted razón, Ynzenga, ¿Se puede hacer?

—Lo hemos estudiado, y si se hace con orden sí.

—Pues lo haremos.

Prácticamente todos los concejales se opusieron: que si iba a generar un caos de tráfico, que si iba a costar mucho, que si esto, que si aquello. Parecía que los Tamames Oro no fuesen a materializarse. Pero Tierno se mantuvo en sus trece. En poco tiempo Madrid recuperó la plaza.

Volvamos al argumento principal: el Madrid de los sesenta–setenta. A finales de los cincuenta la Arquitectura comenzó a salir del aburrido aislamiento previo, falto de información, y a recuperar con avidez el tiempo perdido. Llegó a la Escuela, de la mano de algunos profesores ilustres y pronto buscó su camino hacia la realidad construida. Curiosamente lo encontró en el ámbito de la arquitectura oficial. Resultado primero: algunos edificios públicos espléndidos: el edificio de exposición de la Casa de Campo, el edifico del periódico Arriba, colegios mayores y otros. Resultado segundo: un insólito e inédito concurso de proyectos de vivienda social con el que un grupo de arquitectos jóvenes, y alguno no tan joven, trastocó de golpe las ideas preconcebidas y generó una sólida cultura de calidad de proyecto para la vivienda pública. Produjeron «poblados» ejemplares que aún son referencia obligada de la mejor Arquitectura madrileña: Fuencarral, Entrevías, Caño Roto… Nombres propios: Oíza, Romani, Vázquez de Castro, Higueras, de la Sota, Carvajal… Fisac… y muchos otros. Lástima que el acomodo y la falta de iniciativa hiciesen que más tarde aquél impulso decayese hasta la rutina burocrática, de la que la Empresa Municipal de la Vivienda se empeña hoy en rescatarla.

Ese empeño se transmitió con cierta comodidad a algunos proyectos de empresas o instituciones privadas (el gimnasio Maravillas sería tal vez el más emblemático), pero no tanto en lo que se refiere a la arquitectura residencial privada, donde la historia fue bastante desigual. Aquí intervienen dos nuevos grupos de actores: los que acometieron grandes edificios singulares y los nuevos constructores-promotores hacedores de «barrios» o «ciudades».

Entre los resultados más visibles de los primeros destacan, al menos por su presencia, las dos grandes torres de la Plaza de España: el semi moscovita Edifico España y la americanizante Torre de Madrid, con los que los hermanos Otamendi, sin proponérselo, escenificaron y resolvieron simbólicamente la guerra fría. Y, como no, la ubicua presencia del infatigable Gutiérrez Soto, que llenó Madrid de un glamour burgués semi moderno de ladrillo, terrazas (su invento) y generosas horizontales.

Los hacedores de barrios de iniciativa privada no fueron un grupo homogéneo. Hubo iniciativas lideradas por empresarios inteligentes, comprometidos con la calidad urbana y arquitectónica de lo que hacían: Huarte, Urbis… Y los hubo de otro talante bien distinto: Banús (Barrio de la Concepción) era el más notorio, el que más hizo, el paradigma de una estirpe de constructores promotores, el rey del ladrillo.

Madrid y su economía crecían rápido. Había espacio para muchas iniciativas y muchas se realizaron. Pero sin cambiar el modelo conceptual de ciudad de fragmentos trenzada por una creciente red viaria, que aún seguía pensando en anillos concéntricos (en una ciudad que quería ser más alargada que redonda), aunque los complementó con un conjunto de radiales, de carreteras de acceso (como si todos quisiesen llegar y ninguno salir), a modo de una plasmación tardía de las razones por las que Felipe II escogió Madrid como capital del Reino: regir España desde su centro geográfico.

HACIA UN TERCER ACTO

El carril del enriquecimiento es hoy más rápido y más ancho. Por él transita de todo: lo mejor y lo peor. Apoyada por una disponibilidad económica mundial sin precedentes, aliada con un dinero barato y una demanda insaciable, la ciudad, su crecimiento, se han convertido en el argumento económico principal. Hoy ninguna institución o ningún promotor de cierta escala habla de construir decenas o centenas de viviendas, se habla en miles o en decenas de miles. La escala de intervención ha aumentado espectacularmente. Algunos de los nuevos barrios, de los PAUs, son mayores que el Madrid de mediados del XIX, que todo el distrito Centro. La obra pública y las infraestructuras se multiplican: «¿una autovía?, pues ahora dos»; «¿decenas de kilómetros de líneas de metro y cercanías?, ahora cientos»; «¿algún que otro túnel?, ahora los más largos del mundo mundial…» Madrid es una orgía de grúas probablemente superada tan sólo por la enloquecida actividad constructora de Dubai, el más activo de los emiratos del Golfo Pérsico.

Me lo contó hace poco una amiga arquitecta. Yendo en coche con su hijo de pocos años cruzaron las obras de la M30 a la altura de la Casa de Campo. Grúas y más grúas, cemento y más cemento. El niño lo mira y pregunta:

—¿Mamá, las grúas son de la naturaleza?

Así son las cosas.

Madrid crece a impulsos cada vez mayores, está en su actual naturaleza. Y crece en fragmentos y actuaciones cada vez más grandes. Pero, pese a distintas y sucesivas versiones de planeamiento, no ha abandonado la condición de ciudad caleidoscópica. Ya no es la ciudad más densa, pero sigue enraizada en la imagen de un agregado de partes reconocibles trabado en la tela de araña de su sistema de transportes. Aún no ha sabido entenderse a si misma como parte esencial e inseparable de una ciudad-región inserta en un medio natural de extraordinario valor potencial. Ese es probablemente
su principal reto pendiente.

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