EL ESCENARIO DE LA HISTORIA: PRIMERA PARTE
Hace unas páginas dije que la trayectoria de las ciudades dependía de los actores urbanos, de lo que quisieran hacer y del marco que les dictaba la lógica del espacio, el capital y el poder. No mencioné otro aspecto: la trayectoria histórica que define el escenario en que se ven obligados a actuar.
El primer tercio del siglo XX no fue ni mucho menos tiempo de sosiego, ni en Madrid, ni en España, ni en Europa. Éste no es el momento de contarlo; todos sabemos lo que pasó. Pero tal vez no esté de más destacar rápidamente algunos aspectos clave con influencia decisiva en el crecimiento y la armazón de Madrid, y repasar algunos de sus efectos.
La necesidad de abastecer a los países que protagonizaron la entonces Gran Guerra y ahora Primera Guerra Mundial favoreció la economía de los no contendientes, reforzó su capacidad productiva e industrial y, a la vez, como había que exportar alimentos y materias primas, retrasó el proceso de inmigración interior, del campo a las ciudades. El atraso estructural del aparato del estado y de los equipamientos madrileños pudo empezar a superarse y se pudieron llevar a cabo acciones para poner la ciudad al día construyendo dotaciones e instituciones: mercados, escuelas, universidad, ministerios, transporte… Edificios públicos de todo tipo: una galaxia de actuaciones en las que todas las tendencias culturales urbanas supieron encontrar espacio para materializar alguna de sus propuestas.
Cuando el Tratado de Versalles selló el fin del aquelarre, la relativa bonanza de los años precedentes se aminoró y la tensión migratoria retornó con fuerza renovada. Los esfuerzos de colonización y reforma agraria («poblar es gobernar») no la detuvieron. No era una inmigración solvente. Era una inmigración sin medios y con poca formación. Madrid crecía a la vez que se proletarizaba.
El tejido social se rasgaba por fisuras de clase, ideología e intereses; se cuestionaba el modelo de estado y de gobierno y de sociedad; frente a quienes con impaciencia renovada impulsaban y anhelaban un nuevo sistema social, quienes rehuían los cambios que mermasen su continuidad ideológica, confesional o de interés. Tumultuosos y prometedores años treinta brutalmente interrumpidos por la devastadora Guerra Civil. Todo se detuvo. Y continuó detenido en los años inmediatamente posteriores. No fue un parón, fue un retroceso descomunal del que Madrid salió especialmente malparado. Grises años de plomo y miseria. Primavera de ilusiones agostadas. Intelectualidad retaliada, reprimida, dispersada. Miedo en los corazones y en las mentes. Final de un primer acto.
Pasarían décadas hasta que se retomara el pulso, la ciudad volviese a ser argumento, la vivienda motivo, las infraestructuras programa y la Arquitectura orgullo, tras sacudirse el polvo y ponerse al día de la mano de los mejores.
PRIMER ACTO
A lo largo de aquél primer acto, que nos conduce hacia 1920, la evolución y el crecimiento de Madrid estuvo dominada por los tres principales actores, las tres corrientes culturales ya mencionadas, y por algún que otro espontáneo extramuros. Cada una hizo sus cosas y dejó sus huellas y realizaciones en un Madrid de arribada, intelectualmente plural e inconsistente, que todo lo acepta y todo lo digiere.
La cultura tradicional, una vez agotado el Centro, terminó por hacer suyo el territorio del Ensanche, pero sin renunciar a un Madrid compacto, extendiendo su «cerca» conceptual y geográfica hasta las Rondas y el río, en una imagen ampliada y anticuada de ciudad centralizada, redonda, definida, de bordes que querían ser nítidos. Y prosiguió con empeño la idea de crear una arquitectura propia, monumental-figurativa, que diese empaque y presencia central a las grandes nuevas instituciones del dinero y el poder. En su contra, el continuismo arcaizante, la falta de visión o de estrategia sobre el futuro de Madrid, su voluntad de negar la evidencia y reiterar en mayor la imagen tradicional de una ciudad cerrada. A su favor: la excelente calidad y factura de la edificación pública, fuese de la función que fuese: un matadero, una central, un edificio de correos y comunicaciones, un ministerio…; daba casi igual.
Por su parte, el reformismo urbano, que en el XIX había puesto en marcha el Ensanche y comenzado la transformación de Madrid, había conseguido terciado el XX algunos logros estupendos, por sí o por su apariencia. Destaco dos a los que antes hice referencia: el Metro y la Gran Vía.
Limitado por la tecnología y los recursos entonces disponibles, el Metro transcurría somero y directamente bajo el viario público. Su mapa era una réplica simplificada de la ciudad y sus «líneas» las del viario principal. Reforzó la ciudad sin alterarla, sin tomar partido, haciendo viable un Madrid mayor. Fue un gran empeño utilitario.
Disfrazada de utilidad y so pretexto de poder «cruzar» el denso núcleo de la ciudad, la Gran Vía fue en realidad el empeño simbólico y desproporcionado de implantar en el corazón de la Capital —y precisamente en el de la Capital— el escenario de lo actual. Además de hacer explicita la idea de que Madrid crecía y que por ello necesitaba «cruzarse» para ir de afuera a afuera, la apertura de la Gran Vía, hace hoy casi cien años, fue la gran derrota táctica y escénica del Madrid conservador, las nuevas modas frente a lo viejo. El periódico republicano El País lo captó con precisión de bisturí. Seis de abril de 1906, el día después de la ceremonia inaugural; imagen en portada, Alfonso XIII inicia simbólicamente las demoliciones; titular «El Rey hinca el pico».
Sin la Gran Vía, nueva plaza mayor del Madrid, no se hubiera construido el Palacio de la Prensa, ni el Capitol, ni Chicote… pero tampoco los disparatados edificios eclécticos coronados de enormes águilas o cuádrigas de bronce con los que la tradición figurativa, escondida tras la moda de una arquitectura ecléctica, se tomó cumplida revancha.
El tercer grupo, el emergente, fue tal vez el que más aportó al futuro de Madrid. Una floración de razón y modernidad se abrió paso en la Arquitectura madrileña. Suyos fueron los proyectos de objetos urbanos tan estupendos como la Ciudad Universitaria y el Clínico, objetos arquitectónicos tan emblemáticos como el hipódromo de La Zarzuela, el viaducto de la calle Bailén y otras muestras de nuestra temprana arquitectura racionalista —muchas desaparecidas por la acción de la piqueta inculta. Dio pie a actuaciones como la colonia del Viso y otras, que buscaban una solución distinta a las necesidades de vivienda en el modelo los hofs, o conjuntos residenciales alemanes, o de las garden cities británicas, generando un tipo de barrios o fragmentos de ciudad hasta entonces inéditos en Madrid (por mucho que algunos de ellos se plasmasen en lenguajes no modernos).
Sin embargo su mayor contribución no estuvo en lo construido sino en el pensamiento y el dibujo: la idea de un Madrid planificado en su conjunto, una ciudad que fuese entendida como un todo y no como suma de nuevas adiciones a lo preexistente y que en lugar de cerrarse sobre sí se abriese a la interacción con los núcleos y pueblos de su alrededor. Este conjunto de ideas tuvo su primera expresión en el denominado Plan Jansen-Zuazo, resultado de un concurso internacional para determinar el trazado de Madrid. La prolongación de la Castellana fue una idea-fuerza de aquél plan. Tuvo y aún tiene importancia decisiva en la manera de concebir el crecimiento y la estructura de Madrid; un eje norte sur que pudiese articular el conjunto de la ciudad, entendido como escenario sobre el que desplegar un nuevo tipo de ciudad racionalista, para ser el escaparate de lo mejor. Si retomamos la metáfora, este grupo emergente quiso y empezó a escribir un guión completo para aunar los esfuerzos escénicos de todos. Su fallo, si acaso, fue el subestimar la importancia decisiva que llegarían a alcanzar el crecimiento y, con él, las futuras infraestructuras de transporte y tráfico.
Los espontáneos abordaron y llevaron a cabo algunas actuaciones de extremo interés en la entonces periferia próxima. Casi todo relacionado con viviendas que, con la imagen de vivienda unifamiliar aislada, añoraban el contacto con la naturaleza sin renunciar a, y aprovechando, las ventajas de las nuevas tecnologías del automóvil y el transporte colectivo eléctrico. La creación de urbanizaciones de periferia, Aravaca y similares, fue lo que tuvo mayor efecto a largo plazo; y lo más espectacular estuvo en el invento y construcción (parcial) de la Ciudad Lineal, de Arturo Soria, que quería extenderse por todo el arco norte de la ciudad, articulada en torno de una transversal de transporte, líneas de tranvía que la recorrían de punta a punta y la enlazaban con los accesos a Madrid.
EL ESCENARIO DE LA HISTORIA: SEGUNDA PARTE
El segundo acto comienza en el Madrid de la posguerra, roto y huérfano de cualquier continuidad intelectual prometedora. Lo primero era reconstruir, lo segundo… ya se vería. A aquel Madrid forzadamente empobrecido acudieron los aun más pobres. Empujados por la miseria de las regiones retrasadas y por su esperanza desesperada, se vieron obligados a crear, en torno a la ciudad que les necesitaba pero no les atendía, un cerco chabolista; un anillo de infra-ciudad avergonzante que tardo casi cuarenta años en disolverse, y no del todo. Desbordó a la ciudad con el gran problema aún por resolver de vivienda digna para todos, cercándola con un duro anillo de chabolismo que tardaría décadas en resolverse.
La idea de un Madrid mayor no había decaído; y daba la casualidad de que encajaba bien con la voluntad centralizadora del Régimen y su deseo de municipios fuertes, controlados al margen de la voluntad democrática. Probablemente el decreto que anexó a Madrid un elevado número de municipios de su entorno se fundó en esos o parecidos motivos. De la noche a la mañana, Madrid asumía el carácter de una ciudad poli-nuclear, con centros de barrio como nodos reconocibles y con identidad individualizada. Desbordada la idea de una ciudad «centrada» sobre su núcleo original, pasaba a ser una ciudad diversificada, con más centros de crecimiento potencial, más escala y más capacidad de respuesta.
Pero la respuesta tardaría en llegar. Evolucionando al margen de la realidad europea, al margen de todo, España, Madrid, tardo mucho en retomar, por caminos anómalos y un tanto extraños que no hacen al caso, la vía del entonces llamado Desarrollo, con énfasis casi exclusivo en la economía agregada y la modernización de las infraestructuras básicas de articulación territorial del estado. Más cuando lo hizo, lo hizo con fuerza. ¡Tantas compras por hacer! ¡Tantas cosas por comprar! ¡Tantos hábitos que aprender, viajes y experiencias que vivir! Y sobre todo: ¡Tantas libertades que conquistar!
La senda del crecimiento económico tuvo un carril rápido, privilegiado, por el que transcurrió acelerada la acumulación de capital, el mayor enriquecimiento de los ricos de siempre y el surgir de los «nuevos ricos» del comercio, en ocasiones la industria y siempre la construcción. Bancos, empresas y algunos particulares comenzaron a disponer de la capacidad económica y organizativa necesaria para abordar actuaciones de gran escala; no ya edificios sino conjuntos de edificios. A algunos de sus promotores se les quedó chica la denominación de «Colonia», propia del primer tercio de siglo. Ya puestos prefirieron adueñarse de denominaciones mayores y llamarlos «Barrios» o «Ciudades», que tal vez por aquello del «milagro español», o para ganar las indulgencias que podrían necesitar, encomendaron a los más conocidos habitantes del cielo: Ciudad de los Ángeles, Barrios del Niño Jesús, del Pilar, de La Concepción… Otros, más sensatos, usaron nombres de lugar (Almendrales, Fuencarral) o de condición (Caño Roto, Entrevías…). Más adelante, algunos, sin duda menos creyentes o menos necesitados de ayuda en el más allá, retomaron la tradición literaria (Ciudad de los Poetas…). Pero siempre hay clases: cuando se trataba de la vivienda de los más pobres, de los inmigrantes desarraigados, se les llamó «Poblados» o «Unidades Vecinales de Absorción, UVAs» (horrendo nombre que en lugar de hablar de un Madrid de integración y bienvenida, habla de él como si fuese un gran sumidero succionador centralizado).
La cosa no paraba en casas. También, y como no, influía en la obra pública. Por primera vez Madrid estaba en condiciones de acometer o terminar, de una sola vez, de una tacada, la construcción en poco plazo de grandes obras urbanas, más de una a la vez: iniciar un programa de autovías de enlace con el territorio metropolitano y las proximidades regionales cruzando en túnel la Sierra; materializar la última de las muchas versiones de la prolongación de la Castellana; duplicarla más al este en el Arrollo del Abroñigal, base de lo que serían después la M30 y su más que problemático presente; terminar de construir la Gran Vía y extenderla hasta las afueras a lo largo de Princesa para crear un verdadero eje este oeste. E hizo más cosas. Terminó los Nuevos Ministerios y construyó otros nuevos, unos disfrazados de Escoriales, «escorializados» (Aire, Información…), otros en lenguaje más actual (Economía y Finanzas). Generó nuevas sedes (Consejo Superior de Investigaciones Científicas…). Formalizó nuevos escenarios urbanos (Plaza de España) y más y más.
Pero a la vez, con ciego afán de renovación insensible, permitió que se acometiese con fuerza contra el patrimonio edificado, que se menospreciasen y demoliesen piezas arquitectónicas significativas y partes sustanciales del caserío madrileño históricamente relevante o representativo. Con su visto bueno desaparecieron muchos palacetes de la Castellana. Tuvo ojos ciegos, cuando no cómplices, con los procesos de terciarización del Centro… Era como si, en todos los casos, sin diferenciar, «nuevo » fuese igual a bueno; y «antiguo» igual a obsoleto o inservible. El fin de los setenta se movía en el triángulo: crecer, construir, sustituir. Menos mal que el esfuerzo singular de unos pocos supo poner fin a tan demoledor estrépito.
Al hilo de todo ello Madrid crecía como suma o más bien amalgama de actuaciones unitarias: un tejido discontinuo trenzado por las grandes (y no tan grandes) vías de transporte: una pauta y un estilo que aún perviven, a mayor escala. La misma pauta se daba en el Madrid mayor, el Gran Madrid, el Madrid metropolitano que hoy es ya Madrid región. Los pueblos de alrededor, especialmente los del oeste y sudoeste (Móstoles, Alcorcón, Fuenlabrada y varios otros) comenzaron su singladura particular, camino de convertirse en ciudades por derecho propio, algunas de ellas mayores que muchas capitales de provincia. Madrid no crecía en «mancha de aceite» sino como una galaxia casual alrededor de una ciudad polinucleada, fruto del azar de haber estado ubicada en un entorno rural de pueblos de secano extendidos al pie de la sierra. El resultado produjo una estructura diversa y de extraordinario interés y potencial, única entre las grandes capitales europeas; con inmensas posibilidades de articulación y diversificación en un medio natural que, pese al maltrato, aun representa un potencial medio ambiental de primera magnitud.
La consolidación del desarrollo y la disolución del Régimen marcaron el final de aquél segundo acto; hoy estaríamos en el tercero.