Artículo publicado en Zoom News el 8 de Noviembre de 2014 por Pedro González
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– Más que la presión popular, fue la debilidad de Moscú la que propició el hundimiento de la dictadura comunista en la RDA
– La reunificación alemana marcó también el final de la Guerra Fría, considerada por muchos como la III Guerra Mundial
-Dos billones de euros transferidos a la antigua RDA no han logrado aún la total equiparación con los alemanes del oeste
Eran las 18:57 horas del jueves, 9 de noviembre de 1989, cuando el aparatchik Günter Schabowski, portavoz del Politburó del Sozialistische Einheitspartei Deutschlands (SED), cerraba nervioso y sudoroso la rueda de prensa en la que comunicaba la adopción de un decreto por el que se relajaban las trabas para que los ciudadanos de la República Democrática Alemana (RDA) pudieran viajar al Oeste.
La comparecencia fue retransmitida en directo por la radio y la televisión oficiales. El comunicado leído por Schabowski era un monumento a la confusión, merced a un texto farragoso, redactado con evidente precipitación. Los dirigentes de la RDA habían tenido que reaccionar ante el cada vez más acelerado goteo de evasiones de alemanes, que aprovechaban los cambios en Hungría, Polonia y Checoslovaquia para trasladarse desde estos países a Austria y a la República Federal de Alemania (RFA). Para tratar de encauzar esa huida masiva de alemanes orientales, los jerifaltes del SED habían decidido que sus ciudadanos podrían viajar a la RFA sin pasaporte ni visado (trámite que solía llevar meses). Bastaría mostrar el carnet de identidad.
El sudoroso Schabowski, tras leer el comunicado, dio paso a las preguntas, y ahí emergió un periodista italiano, Riccardo Ehrman, que solo inquirió: Ab wann? (¿Desde cuándo? [entrarían en vigor las nuevas medidas]). Ab sofort (Inmediatamente), fue la balbuciente respuesta del portavoz, que ya no pudo articular más palabras ante la estampida de los periodistas asistentes.
Sus declaraciones corrían ya de boca en boca por toda la RDA, de manera que decenas, cientos, miles de berlineses orientales se citaban para encaminarse hacia los puntos de control entre los dos sectores de la antigua capital del Reich. Primero con timidez, pero cada vez más resueltos a medida que avanzaban hacia el muro, los berlineses estaban dispuestos a impedir que esta vez les engañaran. Cuando los guardianes, los temibles y odiados vopos, del puesto de control de la Bornholmerstrasse contemplaron aquella oleada humana, optaron por abrirles paso. No habían recibido ninguna comunicación oficial de relajar los controles, pero también habían oído las declaraciones de Schabowski.
Eran ya las 23:00 horas cuando decenas de miles de berlineses orientales, entre asustados, incrédulos y asombrados, comenzaron a penetrar en el Berlín Occidental, cuyos habitantes empezaron a abrazarles y a ofrecerles jarras de cerveza. La marea humana se hizo cada vez más densa a medida que corría como la pólvora la noticia de que sí, que esta vez no había barrera que impidiera el reencuentro entre los alemanes de los dos lados del muro.
El Berliner Mauer, el Muro de la Vergüenza según el calificativo occidental; Antifaschistischer Schutzwall, Barrera Protectora Antifascista en el lenguaje oficial de la RDA, era derribado tras más de 28 años de existencia. Se construyó a partir del 13 de agosto de 1961, tras la mentira del máximo dirigente germanooriental de entonces, Walter Ulbricht, que había asegurado quince días antes no tener la menor intención de interponer esa barrera de separación. Sin embargo, los casi tres millones de alemanes orientales que se habían pasado al oeste entre 1949 y 1961 exasperaron a Moscú, que exigió acabar de una vez por todas con el mal ejemplo que daban las contínuas huidas del «paraíso socialista».
Su derribo también estuvo precedido de otra mentira, la del líder tanto del Partido Socialista Unificado como del Estado, Erich Honecker, que había asegurado apenas un mes antes de su caída que «el Muro durará mil años». Por cierto ¡qué manía la de los dictadores germanos con los milenios! Los nazis también habían previsto un Reich de mil años.
El jarro de agua fría de Gorbachov
Honecker había tenido que renunciar a sus cargos el 18 de octubre, tan solo doce días después de recibir en Berlín Oriental la visita del secretario general del Partido Comunista y presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov. El líder ruso acudió a conmemorar el 40º aniversario de la creación de la RDA. Honecker le hizo partícipe de la inquietud que le provocaban las manifestaciones y revueltas en sus vecinos del Pacto de Varsovia, asegurándole a su interlocutor que impondría la mano dura para evitar que sucediera lo mismo en la RDA.
Fue entonces cuando Gorbachov le echó el definivo jarro de agua fría. «No cuentes para nada con el apoyo de la URSS en ese empeño, estamos casi en la indigencia», le contestó sin ambages. A Honecker se le vino el mundo encima. Aspiraba a modernizar el Muro con los últimos adelantos tecnológicos, y lo que se encontraba era al líder de su mundo comunista derrotado, incapaz de mantener por más tiempo el ingente esfuerzo económico que le había supuesto intentar equilibrar la carrera de armamentos desencadenada por el presidente norteamericano Ronald Reagan.
Al desencantado Honecker le sucedió Egon Krenz, que enseguida se daría cuenta de que la historia estaba a punto de arrollarle a él y a todo el orbe comunista. La noche del 9 al 10 de noviembre Krenz contemplaba desde su despacho las imágenes de aquella multitud enfebrecida. Muchos de sus compatriotas, armados de picos, martillos y cualquier objeto punzante, empezaban a destruir aquel símbolo de la división de Alemania, del Telón de Acero que partía en dos a Europa.
Aquella ceremonia de destrucción estuvo acompañada por la música del violoncelista ruso Mstislav Rostropóvich, que no dudó en acudir a animar a los manifestantes y componer junto a ellos una de las imágenes más difundidas de la caída de un régimen.
No muy lejos del Palacio del Pueblo, situado en la avenida Karl Marx, una joven investigadora llamada Angela Merkel acudía a la sauna, «como tenía por costumbre todos los jueves». También aquella ciudadana, muy lejos de imaginar que algún día sería la indiscutible lideresa de toda Alemania y de la Unión Europea, veía con curiosidad y una indisimulada alegría la destrucción por el pueblo de aquella pared ignominiosa.
A cientos de kilómetros, en la pequeña localidad de Bonn, la cuna de Ludwig Van Beethoven, capital de la RFA desde su creación en 1949, los diputados germanos reunidos en el Bundestag interrumpieron sus debates para cantar el himno nacional.
Ni el poderoso ejército germano oriental, ni la temible y omnipresente Stasi, ni los 400.000 soldados del Ejército Rojo estacionados en suelo de la RDA, ni los miles de agentes del KGB soviético, pudieron contener el ansia de los berlineses por recuperar, sin disparar un solo tiro, la unidad perdida tras la Segunda Guerra Mundial.
Todos ellos habían sido testigos o impulsado directamente el perfeccionamiento del Muro, que no dejó de introducir nuevos medios y obstáculos que disuadieran de intentar atravesarlo. La última modernización se produjo en 1985. Según la propia y minuciosa contabilidad oficial de la RDA, el Muro tenía una longitud de 41,91 kilómetros con una altura de 3,60 metros. Estaba jalonado por 116 kilómetros de calles iluminadas pero prohibidas a la circulación rodada o peatonal, además de 114 kilómetros de vallas, 186 torres de vigilancia y 31 puestos de control.
El alambre de espino, los hilos para tropezar conectados con cohetes de alumbrado, las barreras antitanque, las puntas de acero incrustadas en el cemento, los senderos recorridos por patrullas, las planchas de clavos al pie del cinturón interior con puntas de 12 centímetros, que podían, literalmente, clavar en el suelo a cualquiera que saltase desde el muro interior, las minas y los más de mil perros policía, no impidieron que casi cinco mil berlineses intentaran saltar el Muro en busca de la libertad en sus 28 años largos de existencia. 192 de los que lo intentaron murieron en el empeño, algunos abandonados durante horas mientras se desangraban «para ejemplo y escarmiento».
El Espíritu Santo no llegó a las plazas de Leipzig
Nadie, ni siquiera los más reputados kremlinólogos, previó aquel derrumbamiento del comunismo. No obstante, alguien sí se dio perfecta cuenta de que la historia había salido a su encuentro: el canciller federal Helmut Kohl. En una «obra maestra de la diplomacia», en palabras de Angela Merkel, Kohl impulsó un proceso político, tanto con los dirigentes de la RDA como con las antiguas potencias aliadas que derrotaron al nazismo y dividieron Alemania en cuatro sectores -Estados Unidos, Unión Soviética, Francia y Reino Unido-, que culminaría con el Tratado de Unidad menos de un año después de la caída del Muro, el 3 de octubre de 1990.
Kohl le confesaría a su amigo y biógrafo, Heribert Schwan, del que ahora se ha distanciado, que «es totalmente falso pensar que de pronto el Espíritu Santo llegó a las plazas de Leipzig y cambió el mundo», en alusión a las manifestaciones que comenzaron en esa ciudad de la RDA en septiembre de 1989, extendiéndose a otras urbes y convirtiéndose en multitudinarias. Para el excanciller «el principal detonante del hundimiento de la dictadura comunista fue la debilidad de Moscú», cuyo líder, Mijail Gorbachov, tuvo que admitir que no podía sostener al régimen.
Aquel proceso de unificación alemana se inició con una lluvia de dinero, cuyo ejemplo más emblemático fue el derecho a canjear 1 marco RDA por 1 marco RFA, que convirtió de repente en potentados a los alemanes orientales, que a partir de entonces se consideraron con derecho a exigir «ya, aquí y ahora» los mismos derechos que sus compatriotas del Oeste.
El coste de la unificación
¿Cuanto ha costado la unificación de Alemania? Nada menos que dos billones de euros, según el último informe del investigador de la Universidad Libre de Berlín Klaus Schröder. Una cantidad tan descomunal incluye los programas de incentivos económicos, los grandes proyectos de infraestructuras y los traspasos para equilibrar el nivel de vida de todos los estados federados, pero también los fondos de cohesión y otras subvenciones europeas.
Dejó de manar buena parte del caudal que la RFA aportaba para que la Europa del Sur, España entre otros, impulsara su propio desarrollo y colmara la brecha que le separaba de la Europa del norte. El grueso de tales fondos fue a parar a los 17 millones de alemanes orientales, primero; a las nuevas incorporaciones a la UE de los antiguos países comunistas, después. Además, la exRDA sigue recibiendo de los contribuyentes alemanes la inmensa recaudación del Impuesto de Solidaridad, que desde 1990 incrementan en un 5,5% el IRPF.
Más del 60% de esos dos billones de euros han sido destinados a prestaciones sociales, especialmente al pago y equiparación de las pensiones, pese a lo cual los alemanes del este aún no han conseguido los niveles de empleo y bienestar de sus compatriotas del oeste. Para darse una idea más cabal de lo que representa esa contribución, alemana directamente y europea de manera indirecta, a la integración de esos 17 millones de germanos orientales, basta comparar esos dos billones de euros con los 1,5 billones que los países más ricos han aportado al desarrollo mundial en los últimos 50 años.
Estas cifras muestran en gran parte el cambio que se operó en Europa a partir de la caída del Muro. El entonces presidente francés, François Mitterrand, que con su cinismo habitual se oponía a la reunificación de Alemania so pretexto de que «la quiero tanto que prefiero dos en vez de una», se dio cuenta sin embargo de que el nuevo mapa geopolítico sería imparable, de la misma manera que el liderazgo de esa nueva Alemania unificada también sería inevitable.
En consecuencia, optó por poner precio a su aquiescencia y arrancó el compromiso germano de acelerar el establecimiento de una unión monetaria que vinculara definitivamente a Alemania a la UE. A su vez, Alemania, con la memoria fresca de las dos veces que en el siglo XX la hiperinflación devastó y arruinó al país, además de traer a Adolf Hitler y al nazismo con sus trágicas consecuencias, exigió una compensación: la trasposición del modelo económico germano a toda la UE.
Eso se traduciría en que la moneda única, el euro, contaría con un Banco Central independiente, cuyos estatutos se elaborarían a imagen y semejanza del poderoso Deutsche Bundesbank, el cual tendría como obligación principal y casi única luchar contra la inflación.
De aquellas tractaciones, en las que se incluía asimismo la petición francesa de una economía social de mercado en todo el ámbito de la UE, surgiría el Tratado de Maastricht de 1992, donde se establecieron los criterios de convergencia y los plazos para adoptar la moneda única.
Lo que ha venido después ha estado jalonado por muchos avatares, que están cambiando en buena parte el rumbo de la UE. Pero lo que ésta es a día de hoy arrancó en buena medida aquella noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 en el Muro de Berlín.