La audiencia malcriada, por Juan de Oñate

Artículo originariamente publicado en el número 24 de Ahora Semanal.

El periodismo está atravesando diversas crisis al mismo tiempo. Su mayor problema es haber acostumbrado a los lectores a la gratuidad

España está en pleno proceso de cambio. Afronta un nuevo escenario político con actores que han irrumpido de manera sorpresiva y fulminante. Pero ¿cómo han llegado estos nuevos protagonistas a alcanzar ese meteórico ascenso? Pues básicamente a través de un uso selectivo e inteligente de los medios de comunicación, en el que se han priorizado la nueva televisión y las redes sociales frente a la prensa tradicional y la radio. ¿Qué ha pasado entonces para que los medios de comunicación tradicionales hayan perdido su influencia del pasado?

Son muchos los cambios experimentados y la mayoría de ellos se deben a dos factores: la crisis económica y la generalización de las nuevas tecnologías, que lleva aparejada el conocimiento inmediato de lo que demanda la nueva audiencia y que en poco se parece a lo requerido 10 años atrás. Estos cambios tienen reflejo en cinco planos distintos pero inevitablemente relacionados entre sí.

Han cambiado los medios de comunicación, para empezar, porque la onda expansiva provocada por la explosión de la burbuja inmobiliaria se llevó por delante a numerosos canales locales de radio y televisión surgidos a la sombra del ladrillo. Pero han cambiado también porque, con la crisis como excusa, los medios han diezmado las plantillas de experiencia dejando a los jóvenes periodistas huérfanos de modelos.

El segundo cambio se ha producido en las empresas periodísticas, donde hemos asistido a procesos de fusiones y compras con intereses únicamente comerciales que en nada se diferencian de los del resto de los sectores de la sociedad. Solo bajo ese prisma se entienden alianzas como las de los grupos televisivos: Cuatro con Tele 5 y la que sobre el papel puede resultar más antinatural, Antena 3 y La Sexta. Esos mismos parámetros comerciales explican la apuesta por los debates políticos que son un producto rentable en el que los gastos se limitan al caché —cada día menor— de los periodistas y en el que los beneficios en clave de audiencia y publicidad son elevados.

El tercer cambio lo experimentan las redacciones, que han tenido que adaptarse a un nuevo público con otros hábitos de consumo informativo. El nuevo periodista es más joven, tiene menos experiencia y menos referentes de los que aprender. Está más preparado, no mejor sino en más facetas. Es el periodista multimedia o multitarea, capaz de escribir para la edición en papel, para la web, tuittear, hacer una foto o grabar un vídeo. Probablemente a causa de la precariedad está menos vinculado con el medio y propende a crearse su propia marca a través de un blog o de las redes sociales, consciente de que esa es su mejor tarjeta de presentación, tal y como demuestran los fichajes estrella de periodistas con marca propia que se están produciendo en la actualidad. El problema surge cuando el periodista tiene que elegir entre satisfacer a sus seguidores colgando una información en su Twitter o reservarla para ser publicada en su medio matriz.

El cuarto cambio es el que atañe a la audiencia y a su manera de acceder a la información. En 2015 los individuos que se informaban a través de internet superaron a los que lo hacían por medio de la radio, y según la Asociación de Editores de Diarios Españoles, en 2016 los lectores digitales superarán a los de papel. Además, esos lectores digitales cada vez acceden menos por las pantallas de los ordenadores y más por el teléfono y la tableta, lo que hace que demanden una edición y jerarquización de las noticias distinta. Solo un tercio de los lectores digitales accede a una noticia a través de las páginas iniciales de las cabeceras mientras que otro tercio lo hace a través de buscadores y el último tercio por la vía de las redes sociales, lo que constata que el interés está ahora en la noticia y no en el medio que la difunde y que la fiabilidad no se la da la cabecera sino el amigo que recomienda la noticia.

El periodismo de ahora es interactivo. Conocemos al instante qué interesa al lector y el tinte que debemos dar a una información para que sea más leída. Sabemos que una lista o un ranking será un éxito garantizado y que funcionará mejor un vídeo que una crónica sesuda. La pregunta que nos surge es si el medio ha de someterse a la audiencia e incluso cultivar sus más bajos instintos o si se puede mantener fiel a la frase del fundador de la BBC, John Reith, que dijo que “sabemos lo que quiere el espectador, y como lo sabemos no vamos a dárselo”.

El quinto cambio se centra en la relación del periodismo con los poderes, tanto económicos como políticos. La independencia era más fácil cuando la financiación estaba resuelta. Ahora, sin embargo, el interés de los anunciantes en los medios ha variado y, por ejemplo, a una empresa cervecera ya no le interesa promocionarse únicamente mediante un anuncio en el que aparezca gente feliz bebiendo, sino que prefiere proponer al medio la publicación de un informe de alguna universidad remota de la costa este estadounidense que defienda que la cebada tiene propiedades rejuvenecedoras, aunque existan decenas de informes contrarios de otras tantas prestigiosas universidades.

La relación con los poderes políticos también es novedosa. Si bien se mantiene intacto el interés de estos en influir en lo que se publica —siempre se dijo que el político quiere hacer los titulares de igual manera que el periodista quiere formar los gobiernos o hacer las leyes—, ahora la clase política ha descubierto que se puede realizar comunicación sin periodismo, lanzando su mensaje a través de las redes sociales y evitando el incómodo filtro periodístico.

Además, la precariedad y la falta de modelos antes mencionados dejan al joven periodista inerme ante las presiones y facilitan la generalización casi enfermiza del periodismo de declaraciones, que resulta mucho más sencillo para el periodista, más cómodo para el editor e infinitamente más conveniente para el político y que únicamente tiene un damnificado: el ciudadano.

Entre tanta novedad, lo que permanece intacto son los fines del periodismo. Sigue teniendo que luchar por su independencia sin hacer suya más causa que la libertad, sigue teniendo que decidir qué es noticia y qué no lo es y sigue necesitando los mismos medios de siempre para lograrlo: el prestigio y la credibilidad. Los puede proporcionar el periodista, la cabecera o la marca, pero sin prestigio y sin credibilidad los medios no perduran.

Y ahí es donde surge el gran problema de nuestro periodismo: en que para alcanzar esos fines se antoja imprescindible la viabilidad económica y nosotros mismos nos la hemos complicado malcriando a la audiencia. Hemos acostumbrado a la sociedad a consumir información de manera gratuita, aunque a cambio la inundemos de publicidad o de noticias sin interés que atraen muchas visitas y por consiguiente generan ingresos publicitarios, y la hemos acostumbrado a la inmediatez extrema aunque para eso se haya sacrificado el rigor.

¿Se puede cambiar el sistema? Ahora es muy difícil convencer a la sociedad de que pague por lo que siempre recibió gratis y menos aún de que lo haga en más de un medio para obtener una información plural en un escenario notablemente polarizado. Sin embargo, tal vez se podría salir del atasco a través de la creación de una plataforma que junte a todos los medios relevantes que lo deseen —desde luego no podrían faltar en ella los de vocación nacional— de manera que, mediante el pago de una tarifa plana, el lector tuviera a su disposición todo el abanico mediático y las cabeceras se distribuyeran esos ingresos conforme al número de visitas recibido por cada uno. Cabría entonces la duda de si todas las visitas valen lo mismo o las más frívolas habrían de pesar menos en relación a las más “meritorias”, pero esas no pasarían de ser cuestiones menores relativamente fáciles de solucionar.

En todo caso, la solución a la crisis en la que anda sumido el periodismo pasa por que se ponga en valor, ya que solo así mantendrá la distancia crítica que facilita la solvencia económica y podrá contribuir al cuidado de unas libertades que sin mimo corren el riesgo de enfermar.

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