El escritor y periodista italiano Claudio Magris recibe el galardón de manos de SSMM el Rey

Hoy en día Europa está cambiando profundamente, pero es un enriquecimiento que continúa con la tradición europea de apertura, de integración, de identidad que se transforma con el paso del tiempo sin desnaturalizarse.

Claudio Magris al recibir el XXXIII Cerecedo

Majestad,

hace unos años tuve el gran honor y la gran satisfacción de recibir de Vuestra Majestad, por aquel entonces Príncipe de Asturias, el premio que lleva este glorioso nombre, y hoy recibo este gran premio de un rey. Es otra señal de la generosa, increíblemente generosa atención y acogida que desde hace muchos años España presta a mis libros y a mi trabajo. Ningún otro país ha sido ni es así de magnánimo, así de cercano a mí, y siento un poco que le pertenezco. Aquí, Majestad, puedo afirmar, como Don Quijote, “Sé quién soy”.

Que se me haya asignado este premio me genera satisfacción y una sensación casi embarazosa de mi propia pequeñez. Si se puede aceptar sin mala conciencia un reconocimiento similar, es porque todo reconocimiento, todo premio, no es exclusivamente para una persona, en este caso la mía, sino implícitamente para todos quienes, compartiendo su vida o cruzándose, aunque sólo fuese brevemente, con la de esa persona, le han hecho comprender determinadas cosas esenciales, sin las que no existiría su obra. Doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón al jurado, que ha querido darme este testimonio de estima y amistad; del jurado forman parte algunos amigos que son, desde hace años, una parte fundamental de mi existencia y de mi trabajo. Para ellos, mi más profunda gratitud.

Se me ha sugerido que hable de Europa. ¿De Europa y/o de la Unión Europea? El mito griego nos cuenta que Europa fue raptada por amor por el más grande de los dioses, Zeus, enardecido por su belleza. Europa ciertamente merece ser amada por su belleza, exterior e interior. Mito e historia, cuerpo y espíritu. Quien hoy corre el riesgo de hundirse, y no en las aguas de un espléndido mar a lomos de un toro divino, no es Europa, sino la Unión Europea.

Creemos saber lo que es, pero es ciertamente difícil definir Europa, su cultura y su unidad dentro de su increíble variedad. Sin embargo, quizá se puedan indicar algunos de sus valores fundamentales. A diferencia de otras grandes civilizaciones, Europa, desde sus orígenes, se ha concentrado no en la totalidad (estatal, política, filosófica o religiosa), sino en el individuo y en el valor universal de algunos derechos inalienables. Desde la democracia de la polis griega al pensamiento estoico y cristiano, con su concepto de la persona, desde el derecho romano, con su defensa concreta del individuo, hasta el humanismo, que hace de él la medida de todas las cosas, desde el liberalismo, que proclama las libertades intocables, hasta el socialismo, que se preocupa de que éstas sean ejercidas concretamente y de la posibilidad de vivir una vida digna, el protagonista de la civilización europea es el individuo, al que la literatura y el arte representan en su irrepetible e inagotable complejidad y del que Kant afirma que es un fin y nunca un medio.

La civilización europea contiene un gran potencial antitotalitario y ha sido la cuna de los derechos humanos universalmente válidos para todos los hombres, los principios universales que trascienden cualquier horizonte históricamente delimitado y, por tanto, también el horizonte europeo y los intereses de Europa. Antígona sostiene “las leyes no escritas de los dioses”, que ninguna ley positiva del Estado puede violar; desde aquí se llegaría, tras un largo y complicado proceso, a los derechos inalienables de todos los hombres, proclamados por la constitución de los Estados Unidos de América de 1776 y por la francesa de 1792, y después hasta los derechos civiles, que incluyen incluso la “desobediencia civil”, formulada por Thoreau, al Estado cuando éste viole dichos derechos, cuya extensión y realización están aún en curso, aunque contrapuestas a tantas situaciones de barbarie.

Esta universalidad es la contribución fundamental de la civilización europea, a pesar de que los Estados europeos fueron los primeros en violar estos principios proclamados por ellos mismos; piénsese, de entre todos los ejemplos disponibles, en los siguientes: en el colonialismo, en la depredación y destrucción de tantas otras civilizaciones y culturas, en la innombrable trata de esclavos, en las inhumanas condiciones de trabajo y de miseria impuestas a millones de hombres despojados de toda dignidad, en los genocidios llevados a cabo en nombre de ideologías, producto exquisitamente europeo, y en la Shoah, culmen de las atrocidades. No hay Estado europeo que no tenga trapos sucios, pero la condena moral de los crímenes cometidos por Europa nace de aquellos principios universales – y de aquellas reglas políticas y jurídicas que los defienden – elaborados no únicamente, pero sí en gran medida, por la civilización europea.

Hay además una forma exquisitamente europea de concebir la relación entre el individuo y la sociedad (es decir, los demás). Desde Aristóteles, se concibe al individuo como “zoon politikòn”, animal político; ciudadano de la polis, de la comunidad, que existe en relación con los demás, a diferencia de la concepción anarco-capitalista-ultra tan recalcada en los últimos años por el pensamiento único dominante hoy en día. Ser animal político significa rechazar toda nivelación colectiva, pero sentir que se vive en la relación con los demás; significa saber que la calidad de nuestra vida incluye la de quien vive a nuestro alrededor, del mundo en que vivimos; significa sentirse partícipe de un destino común. No se trata de buenos sentimientos caritativos, sino del sentido concretamente humano del propio ser, que se extiende más allá de nuestra inmediata persona.

De Mann a Eliot, de Croce a Hazard, de Chabod a de Rougemont pasando por Ortega y Gasset y tantos otros, la cultura europea se ha considerado una unidad abigarrada, una raíz común de tantas diferencias, como las que Brunetière, en su Littérature Européenne de 1900, consideraba un terreno común subyacente a las diferentes temperaturas nacionales. Mazzini, en su ensayo D’una letteratura europea (1829), recordaba las palabras de Goethe sobre una literatura europea que ningún pueblo podría considerar exclusivamente suya, sino una literatura a cuya fundación contribuirían todos los pueblos.

Hoy en día muchos peligros amenazan a esta simbiosis de unidad y variedad que caracteriza a Europa. Ya en su ensayo Philologie der Weltliteratur (1952) Auerbach señalaba el peligro de una estandarización planetaria que borrase las particularidades, estandarización incrementada hoy por la globalización y por el imperio de los medios de comunicación de masa. Si esto ciertamente supone un peligro, existe también otro, complementario y contrario y quizá incluso más insidioso: la fiebre de las identidades, los regresivos micronacionalismos que anhelan una identidad pura y cerrada en sí misma, endogámica y mortal. A la liberatoria caída de los muros ideológicos le siguieron otros muros, étnicos, igual de nefastos. La diversidad es un valor que hay que defender, pero en el sentido de pertenencia a una identidad más grande, al igual que Dante decía que había aprendido a amar con todo su corazón a Florencia bebiendo el agua del Arno, que le había hecho comprender y sentir que nuestra patria es el mundo, de la misma manera que el mar lo es para los peces.

Hoy en día Europa está cambiando profundamente. Muchos de sus nuevos ciudadanos provienen de países y tradiciones culturales diversos, en un proceso ciertamente no carente de dificultades y que en el futuro podría asumir proporciones dramáticas e insostenibles, pero es un enriquecimiento que continúa con la tradición europea de apertura, de integración, de identidad que se transforma con el paso del tiempo sin desnaturalizarse. En la Europa de hoy, los pueblos y las civilizaciones se encuentran y se mezclan, y las visiones religiosas, políticas y sociales viven lado a lado, en un politeísmo de valores. Es necesario elaborar una cultura, observa Todorov, capaz de conciliar el relativismo ético – el diálogo paritario con las demás culturas y diversidades – con una cierta cantidad de irrenunciable universalismo ético, con la fe en unos pocos valores no negociables e indiscutibles, fundamento de toda humanidad y sociedad civil, como por ejemplo – pero se trata sólo de un ejemplo – la igualdad de derechos independientemente de la identidad étnica, religiosa o sexual. Las leyes de los dioses de Antígona, unos pocos irrenunciables principios, pueden también no estar escritas, como se dice en la tragedia de Sófocles, pero son imborrables.

Hoy es más necesario que nunca un verdadero Estado europeo, federal y descentralizado pero orgánico en sus leyes, respecto al cual los actuales Estados sean lo que hoy son las Regiones para cada Estado.

Hoy los problemas ya no son nacionales, son europeos: cada crisis político-económica de un solo país afecta a toda Europa; la inmigración es un problema europeo, y resulta ridículo que se regule de manera diferente según el país; sería como regularlo en Bolonia con leyes diferentes de las que son válidas para Florencia. El mercado financiero globalizado, con sus oportunidades y sus peligros, atraviesa las fronteras y debe ser afrontado por un Estado ya no nacional. La moneda única es el coeficiente de unión necesario, puesto que, tras la lengua, la moneda es el elemento que más contribuye a hacernos sentir o en casa o en desplazados.

Sin embargo, hoy la Unión Europea peligra terriblemente y tiene un peso político increíblemente inferior a su potencial – la elefantiasis burocrática, las cautelas inhibitorias y la búsqueda imposible y paralizante de la unanimidad obstaculizan el camino hacia la única salvación posible, el refuerzo de la Unión Europea (que, por el contrario, parece estar debilitándose dramáticamente), el camino hacia un Estado europeo. Y, sin embargo, lo que nos encontramos es el Brexit, muros que cortan el cuerpo de Europa como heridas, países de la Unión Europea que se dotan de Constituciones que entran en conflicto con los principios fundamentales de la propia Unión, peticiones de salida del Euro, intolerancia cada vez más deslenguada hacia la Unión y pávidas prudencias por parte de ésta que dificultan o imposibilitan hacerles frente.

Quizá precisamente por esto se hable tanto de Europa. Conferencias, discursos, simposios, congresos, nobles discusiones sobre la acogida, sobre el encuentro con el Otro, entusiastas declaraciones sobre la posibilidad y necesidad de encontrar la propia patria más allá de las propias fronteras, antologías de poesía o de música en multitud de lenguas, confrontaciones entre religiones y tradiciones literarias y buenos propósitos sobre la integración de las culturas. Sin embargo, por cada noble congreso surge a la vez un nefasto muro; crisis económicas en uno u otro lugar que siembran la discordia y contaminan y corroen, aunque sea sin proclamarlo explícitamente, el sentido de pertenencia a un destino común.

Este fervor cultural y este intento de difundir el conocimiento recíproco son fundamentales y necesarios. Son una educación sentimental esencial para formar a los individuos, a las sociedades, a los grupos políticos impregnados de este sentido de una comunidad europea.

Sin embargo, es preocupante la distancia entre el fervor de la discusión y del interés cultural por una parte y la indecisión, la temerosa incapacidad de transformar este espíritu en una praxis política, económica y civil concreta. Si se celebran continuamente conferencias sobre el amor, tras un tiempo ya no se encuentra la manera de hacer el amor. Con tantas discusiones sobre Europa se corre el riesgo de desviar la atención y el esfuerzo por la Unión Europea que hoy se encuentra en peligro. Hace muchos siglos el gran historiador romano Tito Livio escribió: “mientras en Roma se discute, hay ciudades que caen y son expugnadas”. Hoy es la Unión Europea la que corre el riesgo de caer o de permanecer inútil y tambaleantemente en pie.

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