«Santidad, haga como si rezara”.
Esta prometedora anécdota que he empezado a contarles -luego la termino- es una de las más estrafalarias y alegóricas que he experimentado en-estos 30 años de trayectoria que hoy -muchas gracias- se reconocen con esta abrumadora ceremonia.
“Santidad haga como si rezara”, es lo que proclamó en mi presencia un fotógrafo de La Repubblica a Juan Pablo II en el altar mayor de la basílica de San Francisco de Asís. Oficiaba Karol Wojtyla la restauración del templo después del terremoto que lo había derruido. Y pensó el compañero periodista, gesticulando incluso, que era una buena idea no ya hacer posar al Papa sino invitarlo a fingir la oración.
Creo que el escarmiento de esta historia consiste en identificar y cuestionar el papel que hemos adquirido los periodistas a fuerza de dilatar nuestras costuras. No ya en la abstracción del cuarto poder aquí reunido, sino en la influencia que ejercemos sobre las noticias mismas. Muchas veces sucede que en lugar de contarlas, las condicionamos o las protagonizamos. Y nos convertimos en expresiones hiperbólicas del principio de Heisenberg. No satisfechos con influir en lo observado desde la posición del observador, los periodistas nos transformamos en la noticia misma.
Está justificado en su caso, Señora, pero aquí y ahora me estoy refiriendo al abuso de la primera persona, a la exageración de la propia vivencia, a la contorsión de la actualidad y del universo como un pretexto de nuestra notoriedad y vanidad, en el exhibicionismo que reclaman las redes sociales.
Sé de lo que hablo (en esta posición de periodista omnívoro y pluriempleado. Y en esta dimensión de tertuliano que ha logrado, créanme, el misterio de la bilocación. No sólo con la proeza que implica estar en dos sitios diferentes a la vez -puedo probarlo-, sino sosteniendo argumentos contrarios respecto al mismo asunto. Ya decía Karl Kraus que un periodista no tiene ideas propias pero las sabe exponer muy bien. Y ya decía Indro Montanelli que el periodista es un océano de sabiduría… con un centímetro de profundidad.
Menciono al maestro italiano porque pude frecuentarlo en su residencia toscana. Y porque le atribuyo haberme inculcado el secreto de la ironía. Que se entiende muy bien en la radio, Miguel Ángel (Aguilar), pese a las versiones discrepantes. Y que representa un camino de desdramatización. Falta sentido del humor al dramón cotidiano. Y es necesario utilizarlo en su connotación tragicómica no para frivolizar ni relativizar los hechos, sino para aliviar la psicosis de la actualidad y la pandemia de los días históricos.
Recuerdo haber utilizado, la ironía, para evitar que me expulsaran de Italia. Exagero un poco las cosas, periodistas somos, pero resulta que le desagradó a Berlusconi una crónica en la que aludía a su promiscuidad. No contento con su harén, escribí, también se había cepillado a la democracia. Y tuve que explicar a sus guardaespaldas que el verbo cepillar carecía de connotaciones peyorativas, significaba adecentar, pulir, dar lustre.
Fuera de cualquier malentendido y de toda ironía, he de agradecer a la Asociación de Periodistas Europeos y a mis colegas haberme proporcionado este momento de reconocimiento. Agradezco la presencia de sus majestades. Lo que va a presumir mi hijo Daniel en el colegio. Y la generosidad del BBVA, que también agradece Hacienda, inseparable compañera de viaje.
Es un privilegio inscribirme en esta galería de periodistas ilustres, en esta galería de la fama, veo entre nosotros a Soledad Gallego y a José Antonio Zarzalejos, depositarios del Cerecedo antes que yo, pero soy muy consciente de las obligaciones y disciplinas que conlleva el galardón. Empezando por honrar la memoria de Francisco Cerecedo en su honestidad, en su ejemplo.
Sé cuál es el camino porque coincide con el que he procurado emprender. Me refiero al compromiso de la integridad. A la ventaja, lo sé, que supone no haber conocido la precariedad ni apenas las presiones. A la dicha de haber sido crítico taurino, gacetillero musical, corresponsal, vaticanista, enviado de guerra, periodista deportivo, analista político, incluso influencer. Y al esfuerzo de pertenecer al linaje de los periodistas no alineados. Que no quiere decir no comprometidos. Hablo de tratar de conservar la independencia. Intentar sustraerse a las consignas. Ejercer de espíritu libre. Veo cada mañana el ejemplo de Carlos Alsina.
Y lo menciono alfabética y jerárquicamente entre los compañeros que debo reconocer porque no habría levantado este trofeo sin haberme estimulado ellos. La primera oportunidad radiofónica de Martín Ferrand, los 20 años que transcurrí con Pedro J. Ramírez en El Mundo, la lealtad de Juan Luis Cano, de Fernando Bermejo, de Susanna Griso, de Íñigo Domínguez. La ventana que me abrió Silvio González en Antena 3. El regreso al embrión de El País con la mediación de Antonio Caño. Y el camino que dejó vacante mi padre, don Santiago Amón, como si marcara el compás del paseíllo y hubiera HO-RA-DA-DO sus huellas sobre la arena para que las identificara.
Me hice periodista antes que adulto en la estela de su ejemplo. También lo hice porque su muerte me dio, ya que de periodismo hablamos, la peor noticia de mi vida. Un estruendo personal e informativo al que he opuesto, supongo, el empeño de amontonar otras noticias que hagan olvidar aquélla.
Recuerdo a Antonio Herrero contando en directo en Antena 3, la radio bien hecha, el trance de su desaparición y de su hallazgo en el pico de la miel, en el pico de la hiel. Y sin pretenderlo, aprendí entonces que el periodismo no responde a la quimera de la objetividad o de la imparcialidad, pero sí puede emocionarnos. Propone a quienes lo ejercemos el misterio de darle sentimientos a las palabras.
Reflexionar. Conmover. Compartir. Y herir (hiriendo), ya lo siento, porque la ironía es también un estilete con la punta de veneno.
Santidad, ¡haga como si rezara! Y el Papa, disculpen el suspense, rezó con la mansedumbre de un monaguillo, en su reclinatorio, así es que señor y señora, señoras y señores, hagan, con más razón, hagan como si aplaudieran. Muchas gracias.