Para mi generación, Europa era una promesa de futuro. Idealizada, Europa eran unos señores que gozaban de placeres colectivos y comunitarios algo extraños en nuestra sociedad. Vivían con normalidad situaciones políticas y sociales que sólo se nos aparecían en sueños. Recuerdo como mis contemporáneos y yo queríamos ser como los británicos o los franceses, dar un salto a normalidades que en aquella España de mi adolescencia y primera juventud sonaban casi como una copla extraterrestre. Europa llegó, no sin traspiés y sin esfuerzo, como llegó el mejor Madariaga a Europa, y ya sólo quedó sitio para el enamoramiento. No es el paraíso, pero es la materialización de algunos sueños. En ese marco se ha desarrollado, prácticamente, todo nuestro quehacer periodístico, el de Anna, el de Carlos y el mío. Hoy, en esta isla que vio crecer a mi padre y a buena parte de mi familia, en la Europa que linda con el sur del sur, acojo con algo más que agrado simbólico la distinción que me hacen compañeros de todo fuste y jaez, congregados en torno a la información europea.
Mi sabia abuela siempre aseguraba que los premios es mejor que te los den que que no te los den. Algo así como lo de Andreotti acerca del desgaste del poder y de la oposición pero en clave doméstica. El plasma televisivo ha hecho mucho daño y ya no se pueden colocar toritos de felpa en lo alto del televisor, ni premios con prestigio y pensión, con lo que adaptaré una repisilla en mi alma provinciana para que futuras generaciones de Herreras sepan que un día de mayo fui distinguido y pensionado por un grupo de colegas entre los que se cuentan algunos de los canallas más adorables de la profesión.
Siempre quise ser lo que soy. Pero en mi familia decir que quería ser periodista era como decir que quería ser integrante de la Banda del Empastre o del bombero torero. Consecuencia de ello hube de optar por cursar la cómoda y sencilla carrera de Medicina, que tuve la humorada de acabar. Afortunadamente nunca hube de sanar a nadie ya que soy de los que confunde una fractura de pelvis con una bronquiectasia, pero paralelamente pude ir desarrollando mi pasión secreta y clandestina, la radio que me dio a mi el ser. Gracias a ella me he hecho un hombrecito y puedo codearme con lo más granado de la intelectualidad. Incluso viajar por esa Europa que acaba aquí, en Canarias, y que tanto me adiestró en el difícil arte de considerar probable todo aquello que era posible. Informo a diario sobre las vicisitudes que vivimos los europeos, sobre los ajustes, las crisis, los presupuestos, las directivas… y la felicidad que brinda pertenecer al corazón del mundo, ese continente azul sembrado de estrellas, esa Europa babélica, carolingia, napoleónica, vaticana, grecolatina, nórdica, irascible, libertaria, entusiasta o escèptica. Esa Europa que ahora que pienso me vio nacer y que, años después me premia a través de mis colegas más ilustrados. Mi satisfacción, como los límites del futuro, no tiene límites.
Eternamente agradecido, Herrera Carlos.