Castigada por el euroescepticismo, la Unión Europea atraviesa un momento crítico. Tras una crisis similar, hace sesenta años se firmó en roma el tratado que la alumbró.
La Unión Europea pasa por un momento crítico: reina el euroescepticismo, priman los intereses nacionales sobre los comunitarios, el individualismo sobre la solidaridad, se gobierna a espaldas del ciudadano… Nada nuevo. Salvando distancias, así nació su predecesora, la Comunidad Económica Europea (CEE), hace ahora sesenta años.
Tras el desastre de la II Guerra Mundial, se recuperó el discurso de unidad europea del periodo de entreguerras. Era necesario reconciliar a Europa y, sobre todo, a Francia y Alemania. En 1948 nacen el Movimiento y el Consejo Europeo, y, en 1951, seis países (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) crean la CECA, el mercado común del carbón y el acero, las materias primas que originaron las últimas guerras en el continente. Pero cuando se quiere dar un paso más hacia la integración con la Comunidad Europea de Defensa, el rechazo del Parlamento francés en 1954 impide formar un ejército europeo y avanzar así hacia una unidad política y una política exterior
común, es decir, hacia los Estados Unidos de Europa con los que soñaban los europeístas.
El proceso de unidad europea queda bloqueado y la CECA atraviesa serias crisis: Alemania produce más carbón del pactado por necesidades de liquidez; Italia y Holanda lo compran fuera, lo que desestabiliza a Bélgica obligándola a cerrar minas… Dada la situación, los europeístas en torno a Robert Schuman y Jean Monnet, padres de la CECA, pensaron en extender la experiencia del carbón y el acero a otros sectores económicos y relegar por el momento la unidad política. Se pensó en la energía nuclear, que se había convertido en la fuente del futuro frente al agotamiento del carbón y la progresiva dependencia del petróleo del que carecía Europa. Por otro lado, los ministros de Exteriores holandés, Johan Willem Beyen; belga, Paul-Henri Spaak, y luxemburgués, Joseph Bech, partiendo del modelo de unión aduanera con el que sus países habían formado el Benelux, propusieron crear una unión económica amplia, con una autoridad política supranacional responsable ante un Parlamento.
El 20 de mayo de 1955 presentaron el Memorándum del Benelux, en el que unieron su proyecto de mercado común económico con el de la energía atómica, convocando a sus homólogos francés, alemán e italiano a discutirlo el 1 y 2 de junio en Mesina. Se habló de transportes, aranceles, energía…, pero las desavenencias por intereses nacionales hicieron que las negociaciones se alargaran hasta el amanecer del último día, alcanzando tan solo una resolución de mínimos. Para profundizar en el proyecto europeísta se encargó a Spaak que formara una comisión de expertos que se reunió en Val-Duchesse. Entre el 9 de julio de 1955 y el 20 de abril de 1956 se siguió negociando: en público y en secreto, entre todos y entre algunos. Las desconfianzas y los recelos hicieron que las negociaciones fueran muy duras y que en ocasiones el proceso estuviera a punto de fracasar.
El Benelux y Alemania buscaban una zona amplia de libre mercado con bajos aranceles. Francia –con la presión de la izquierda y la patronal que invitaban a su Gobierno a retirarse–, un mercado común que incluyera a sus colonias, muy regulado para que la competencia no dañara su economía y su muy subvencionada agricultura. Idea que compartía Italia, que además pedía políticas comunes de ayuda a las regiones deprimidas, y, junto con Holanda, quería atraer al proceso a Gran Bretaña para contrarrestar la ya intuida hegemonía del eje francoalemán.
A Francia le interesaba más cooperar en el terreno de la energía atómica que el mercado común; a los demás, lo contrario. Francia quería su desarrollo con fines militares y controlar el rearme alemán. Alemania, junto a Holanda y Bélgica, preferían hacer su desarrollo atómico civil con Estados Unidos, cuya tecnología era más avanzada y más económica, y les permitiría librarse del control francés.
ADENAUER: “NO QUEDA OTRA OPCIÓN”.
Al final se logró el consenso, para lo que fue muy importante el papel negociador de Spaak y de Jean Monnet con su Comité por los Estados Unidos de Europa, así como la llegada al Gobierno francés del europeísta Guy Mollet y su buen entendimiento con el canciller alemán, Konrad Adenauer. Las cesiones de este con respecto a los intereses franceses en materia nuclear hicieron que se desbloquearan las negociaciones y se pudiera presentar el Informe Spaak, que analizaba la necesidad de crear un mercado común, en la Cumbre de Venecia el 29 y 30 de mayo de 1956. Allí se convoca una conferencia intergubernamental en ValDuchesse para redactar los tratados definitivos. Pero tampoco va a ser fácil; se va a discutir palabra por palabra, huyéndose de términos conflictivos como “cesión de soberanía” o “autoridad supranacional”.
Al proceso europeísta ayudó la coyuntura internacional: Europa se estaba quedando atrasada económicamente e industrialmente frente a un Estados Unidos casi autárquico, con voluntad de retirarse militarmente del continente, y una amenazante Unión Soviética que había reprimido de forma sangrienta las demandas sociales y democráticas de los obreros de Berlín Oriental, en 1953, de Polonia, en junio de 1956, y de Hungría, en octubre y noviembre de ese año. Por otro lado, las potencias coloniales francesa y británica se desmoronaban en África y Asia, y su último sueño hegemónico, su operación militar conjunta para tomar el canal de Suez en octubre de 1956, fracasó por la oposición de Estados Unidos y de la Unión Soviética. No quedaba “otra opción que hacer Europa”, como le dijo Adenauer a Mollet.
La firma de los tratados tuvo lugar en Roma el 25 de marzo de 1957, un día de lluvias torrenciales, en la sala de los Horacios y los Curacios del palacio de Campidoglio, mientras repicaban las campanas de las iglesias. La anécdota del día es que solo estaban impresas las primeras y las últimas páginas de los tratados, el resto estaba en blanco, y se hizo lo posible para que nadie se percatara. La razón fue que el servicio de limpieza había tirado
los originales unas noches antes de la sala de mecanografía.
Acababa de nacer la Comunidad Económica Europea, el llamado Mercado Común, y la Comunidad Europea de la Energía Atómica, el Euratom. La CEE nacía con los objetivos de unir a los pueblos europeos y crear un espacio sin fronteras que iría construyéndose a través del progresivo acercamiento de sus políticas económicas. La supresión de toda barrera intracomunitaria y la fijación de un mismo arancel exterior llevarían al mercado común en un plazo de doce años, desde 1958 a 1970. Las nuevas instancias tendrían sede en Bruselas, que empezaba así su capitalidad europea, compartida con Luxemburgo, sede de la CECA y del Tribunal de Justicia, y Estrasburgo, de la Asamblea Parlamentaria, el precedente del actual Parlamento.
La CEE encontró en los distintos países la oposición de la izquierda, que la llamó la “Europa de los trusts”. Esta oposición fue menor en Alemania y en el Benelux, y más importante en Francia e Italia, donde había potentes partidos comunistas en consonancia con Moscú. El exprimer ministro socialista Mendès France rechazó los tratados porque veía en su ratificación “suscribir en breve plazo la hegemonía alemana”.
Como podemos comprobar, los prejuicios, las desconfianzas y los intereses nacionales han estado presentes en la UE desde sus inicios, provocando no pocas tensiones. Pese a todo, el consenso se fue logrando para configurar un proceso de integración que ha traído paz y desarrollo económico y social al continente. Un proceso, único en el mundo y en la Historia, nacido de la voluntad de los países y no de la imposición de uno sobre otro.