Autoridades, excelentísimo señor ministro,
En los últimos he estado haciendo un poco de turismo de crisis. Estallaba una crisis en Grecia o Irlanda y el periódico me mandaba hacia Atenas y Dublín a reportajear. Quebró Lehman Brothers y allí conocí a un fotógrafo que no se despegaba de la sede del banco para tener la foto del Pulitzer si alguien se tiraba por la ventana como en el 29. Una vez estuve en Islandia cenando con un banquero en un pequeño restaurante y la gente de las otras mesas se levantaba para insultar muy educadamente a ese señor con esa lengua tan poco dulce que es el islandés.
En esas estaba cuando a mi director se le ocurrió mandarme a Bruselas para sacar partido de mi supuesta especialidad en crisis oceánicas. Y bingo: fue llegar y España pidió aquel rescate que aparentemente no era un rescate, y después vinieron Chipre, varias veces Grecia, la crisis migratoria, los atentados, la locura del Brexit.
“Bruselas es un lugar tranquilo”, me dijo justo antes de irme Sol Gallego-Díaz, una de las mejores periodistas que conozco y premiada con el Madariaga. La nómina de galardonados en El País es impactante: Xavier Vida-Folch, Andreu Missé, Sol, Carlos Yárnoz, Pepe Comas y Nacho Torreblanca son mi padre, mi madre y mis tíos periodísticos. Con esa lista supongo que es lógico el mal de altura que le entra a uno en este atril. Este es un premio de periodismo europeo y esas son dos de mis pasiones: el periodismo, y Europa. Aunque una cosa es ejercerlo y otra dar discursos: hay un personaje de una película de los 90, Reality Bites, que quiere trabajar en un gran diario de EEUU y al entrevistarla la directora le hace una sola pregunta: “¿Qué es ironía?”. “No la sé definir, pero la reconozco en cuando la veo”, dice una jovencísima Wynona Ryder. Algo así me pasa a mí también con el periodismo, y hasta con Europa.
El periodismo es una especie de avioneta ligera a hélice, que se alza gracias a una extraña serie de equilibrios y fuerzas. El buen periodismo vuela, pero nadie sabe cómo: quien asume el riesgo de tratar de ejercerlo tiene que andar sobre un hilo y además de andar sobre él tiene que tejerse otro hilo bajo sus pies. Mi hilo son Soledad Gallego, Vidal-Folch, Missé, Miguel Ángel Aguilar, tantos otros maestros con los que he tenido la suerte de aprender.
¿Y Europa? Europa es la duda, la indagación, el lugar donde el jardín de Goethe colinda con el campo de exterminio de Buchenwald. “La última utopía factible”, la llamó el gran Joaquín Estefanía. España se agarró a Europa porque era un sueño de libertad, democracia y modernidad; porque era lo que queríamos ser de mayores. Ocurre que ha pasado el tiempo y en las sociedades europeas se juntan ahora el cansancio y el enfado, un trasfondo de desilusión, la intuición de que la promesa y la oportunidad se están desperdiciando de algún modo. En España ese estado mental es menos visible: Europa era y sigue siendo un ideal. Pero quizá por eso durante años hemos aceptado todo lo que venía de allá sin el mínimo debate; hemos abusado de un europeísmo acrítico y declarativo.
Hace casi seis años llegué a Bruselas y me sorprendió que para alguna gente mantener una actitud crítica, es decir hacer periodismo, era una especie de anatema que le convertía a uno en antieuropeo. Pero creo que espíritu crítico es lo que necesita Europa de un corresponsal decente.
Cuando yo era chico mis padres solían darme un duro, tres céntimos de euro, por cada refrán que encontrara en el Quijote, el más europeo de nuestros libros. Venía en el avión hacia Santander pensando que quizá ese fue mi primer trabajo periodístico: buscar afanosamente titulares en forma de refranes. Cada vez que leo el Quijote me pongo alegre. Pero cada vez que leo cosas sobre el Quijote, en cambio, observo que los cervantistas tienden a ponerse tristes o trascendentes. Y ese es un riesgo que no voy a correr aquí. Aunque solo sea porque mi padre me daba un duro por cada refrán hace 35 años, cuando España peleaba por entrar en la Unión, y el jurado de este premio ha tenido a bien revalorizar mi trabajo muy, muy por encima de la inflación.
Me hace ilusión este premio porque lleva el nombre de Salvador de Madariaga. Por mis antecesores. Porque conmigo se premia de alguna manera a un grupo de soberbios corresponsales españoles en Bruselas. Y porque por ahí andan también mis padres, que me daban ese durillo mucho antes de que yo fuera capaz de imaginar que un día iba a escribir sobre esta Europa de duelos y quebrantos.
Una de las leyes misteriosas de la vida es que siempre nos percatamos de lo importante demasiado tarde. Ojalá no nos tengamos que acordar demasiado tarde de Europa. Ojalá no nos acordemos tarde del buen periodismo, que falta nos hace. Les pido que no pierdan de vista que el periodismo, el buen periodismo no tranquiliza: inquieta. No simplifica la realidad: la complica.