Majestades, miembros del jurado, amigos.
En 1969 me gradué en Periodismo por la Escuela Oficial de Madrid. A la Escuela se entraba por Capitán Haya, en los aledaños de Nuevos Ministerios, un lugar y unas edificaciones que nos parecían, a mis compañeros y a mí, el paradigma de la soberbia y la impiedad franquista, aunque en la actualidad es uno de los edificios más humanos de esa zona de la Castellana dedicada a los grandes negocios. Como escribió Wordsworth, “El tiempo, la amorosa matrona, nos acunará hasta dormirnos”.
Así que conocí un periodismo todavía con resabios del siglo XIX. El director de la Escuela si no recuerdo mal era Bartolomé Mostaza, un hombre como casi todos los de la casa emparentado con el diario YA y la Editorial Católica. No eran lo peor del régimen sino más bien su faceta moderada e incluso aperturista, como nuestro profesor de derecho, Aquilino Morcillo, que formó parte del grupo Tácito, crisol de los fundadores de UCD. Una hija o hijo de Mostaza casó con un hijo o hija de Morcillo y a su primer niño todos le llamábamos cariñosamente “el perrito caliente”. Era una atmósfera distendida, doméstica, casi acogedora. Guardo muy buen recuerdo de mis compañeros, alguno de los cuales anda por aquí o figura entre los premiados de años anteriores.
Cuando comparo aquel periodismo con el actual me percato de que hablamos de dos cosas tan distintas como Marte y Venus. Ambos son redondos, sí, pero poco más. Aquello sí que se podía llamar periodismo, lo de ahora es ingeniería técnica indisolublemente unida a una gerencia electrónica dirigida a un público global.
Cuco Cerecedo pertenecía a aquel periodismo de aventura, viaje, inspección del terreno y riesgo de muerte. Los periodistas de ciudad no eran muy distintos de los corresponsales de guerra. Tenían que conocer el territorio como un detective de novela negra, aventurarse en la jungla de la política administrativa y correr el riesgo de que algún preboste llamara al director del periódico exigiendo su cabeza. No solía haber muertos, pero si gibarizados.
No es que haya cambiado mucho el riesgo de los periodistas, lo que ha cambiado es el periodismo. Ahora las máquinas controlan un ochenta por ciento de lo editado en página. Sólo con imaginar lo que era antes buscar un teléfono para llamar a la redacción si se producía un imprevisto, y lo que es ahora, ya da una idea de que el cambio es ontológico. Antes el periodista que vivía algo inesperado tenía que buscar una cabina, pero nunca funcionaban, estaban rotas o caían a dos kilómetros del suceso, o bien un bar, pero allí el uso del teléfono, si lo había, era prerrogativa de las señoritas de la barra. Hoy el teléfono móvil con internet, mapas geográficos, enciclopedias, gps, lista de restaurantes y menú del día, ha matado toda la emoción del viejo periodismo. Casi estoy por escribir “del periodismo romántico”. Una pregunta pascaliana al margen: ¿estamos mejor informados ahora?
Una vez licenciado en Periodismo, cursé filosofía y me dediqué a escribir libros. Sin embargo, siempre conservé un pie en el periodismo activo como colaborador. En este país y en Latinoamérica, buena parte de la mejor literatura se ha publicado en los diarios. Lo de España es clamoroso. No se aguantan muy bien las novelas de Unamuno, pero sus artículos siguen siendo un monumento imprescindible. No ha tenido una colosal descendencia filosófica Ortega y Gasset, pero su periodismo es magistral. Azorín, Valle Inclán, Machado, todos han sido grandes periodistas que aún hoy es preciso leer para hacerse una idea de la calidad de la literatura española.
No cambió demasiado la situación tras la guerra civil. Los mejores escritores colaboraron en la prensa de modo asiduo y muchas veces brillante. No es preciso dar nombres porque muchos de ellos figuran en la nómina de los premiados con el Cerecedo. Que ahora me añadan a mí, me hace sentir tan avergonzado como un bachiller al que matricularan en un College de Oxford. Y sin embargo formo parte de los últimos que usaron máquina de escribir portátil (la mía era una Underwood) y eso supongo que me da un derecho histórico o memorístico a figurar con mis mejores colegas. Al periodista del momento romántico uno lo imaginaba siempre en mangas de camisa, pero con sombrero, una colilla entre los labios y tecleando furiosamente sobre una portátil en medio del bullicio ensordecedor que podía ser una redacción de periódico, una tasca, un mercado persa, un coctel de la terraza Martini, la primera línea de fuego o un poblado de caníbales. Esto ahora es imposible y bueno será recordárselo a las futuras generaciones de periodistas, del mismo modo que a los primeros artilleros había que recordarles el asalto a la fortaleza con espadón y escalera.
En uno de los últimos libros que he publicado figuran ciento cincuenta páginas dedicadas a cantar el amor del periodismo, pero ya con la nostalgia del viudo. Porque la tecnificación absoluta de todos los movimientos sociales ha convertido nuestra actividad en un arroyo más del inmenso río tecnológico. Ahora lo que escribes para un diario puede acabar en el teléfono, en la tele, en la nube, en un digital, en un blog, en una red social y dios sabe dónde más. O en todas partes. O en ningún sitio, que quizás sea lo mismo. Lo cual hace muy difícil, quizás imposible, dirigirse a un lector, a tu lector. La orden es que hay que redactar globalmente.
Ustedes me perdonarán, pero yo no sé dirigirme a un globo. Me parece tan difícil como dirigirlo. Hasta que me cuelguen de una percha junto al viejo gabán en desuso, escribiré siempre pensando en alguien concreto, en un lector, en ustedes sin ir más lejos. Así que me encuentro muy a gusto en esta reunión de la que me honro de formar parte en tanto que depósito de memoria, sin llegar a disco duro. Y les doy las gracias de todo corazón.