Artículo originalmente publicado en Huffington Post el 5 de Mayo de 2017
El Diccionario de Oxford ha elegido «posverdad» (post-truth) como la palabra del año 2016. La define como «relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales».
Nos encontramos, por tanto, ante un nuevo fenómeno en el que lo emocional se antepone a lo real, la verdad pierde validez en favor de la emotividad y la demostración o la objetividad se diluyen ante el sentimentalismo.
El intento de ocultar la verdad ha sido una constante a lo largo de la historia. ¿Qué es lo que resulta diferente en este momento? Que la posverdad se desarrolla en un nuevo circuito. Hasta ahora se podía retorcer una verdad, manipular los matices existentes entre la verdad y la mentira o directamente mentir. Ahora, la posverdad abandona ese plano y crea un relato paralelo en el que no tiene ninguna importancia si lo relatado es veraz o falso. Simplemente tiene que resultar cercano y convincente.
El problema es que la creación de esta nueva ficción emotiva no es inocente, sino que surge de manera interesada y manipulada partiendo de la teoría del escritor británico Aldous Huxley de que una falsedad emocionante puede eclipsar a una verdad sin interés. Y de paso a cualquier interés en la verdad.
El manejo de ese mensaje es sencillo y su repercusión inmediata, tal y como ha quedado reflejado en campañas como las delBrexit, el referéndum de Colombia o las elecciones americanas, por citar sólo tres ejemplos que se han apoyado en promesas imposibles, mensajes sensibleros o llamamientos al patriotismo más elemental. Y se va extendiendo hasta tratar de convertirse -redes sociales mediante- en una nueva manera de relación entre la política y la sociedad, en la que se pretende prescindir de la siempre molesta intermediación de los medios de comunicación.
Este nuevo panorama podría parecer peligroso para el periodismo al convertirlo en prescindible. Sin embargo, el efecto de la posverdad es justamente el contario. Aparece como un maná caído del cielo para una profesión que vivía horas bajas y que ahora aumenta su audiencia y prestigia su rol. Porque son los periodistas los encargados, por ejemplo, de contradecir al secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, cuando nos intenta convencer de que la de Donald Trump fue «la ceremonia de inauguración con mayor audiencia de la historia», demostrando con hechos que tanto la de Barack Obama como las de George Bush o Bill Clinton congregaron a multitudes mucho mayores.
Por lógica elemental, quienes manejan la posverdad son contrarios a la prensa, al menos a la prensa libre, y tanto en el caso americano como en Polonia, Hungría y otros muchos ejemplos europeos, presentan a los periodistas como rivales e incluso enemigos. Donald Trump llegó a definir a los periodistas como «los seres humanos más deshonestos de la Tierra». Es ante esa beligerancia ante la que la prensa tiene el desafío de mantener su objetividad, a pesar de los ataques recibidos y al margen de filias y fobias.
Además, esa labor periodística no se debe centrar en cuestiones tan elevadas y evidentes como las actuaciones de la nueva administración estadounidense, sino que se debe aproximar a la utilización que se hace de la posverdad en los distintos ámbitos y niveles de las sociedades. Sirva como ejemplo la labor desempeñada por un medio de dimensiones reducidas llamado «Chequeado». Se trata de una iniciativa argentina nacida con el único propósito de verificar el discurso público. Su labor consiste en comprobar en tiempo real la veracidad de los datos y cifras aportados por los políticos en cada intervención parlamentaria o en cada discurso, comprobando uno a uno si son exactos o si, por el contrario, están siendo retorcidos. Es probable que sin la bicoca que suponía Cristina Kirchner, estos «chequeos» hayan perdido algo de intensidad, pero sirvan como ejemplo de que sigue siendo imprescindible velar por la exactitud y el rigor, y esa es una labor de la que el periodista no debe desertar ya que, como nos alerta el filósofo británico A.C. Grayling, la posverdad, la palabra del año para el Diccionario de Oxford, es el camino más rápido hacia el deterioro de las sociedades y, si no le ponemos freno, tendremos que soportar «la deriva corrupta que supondrá en la integridad intelectual y el daño irreparable en el tejido de la democracia».