Texto de Miguel Herrero de Miñón publicado en el catálogo de la Exposición «Madrid al paso«
La primera acepción del término «resto» es, según el DRAE, la parte que queda de un todo. Cuando una cosa se destruye y queda algo, ese es el resto que, como residuo, tiene un sentido eminentemente negativo. Pero cuando, en una acepción derivada, se dice «echar el resto», es decir, dedicar el máximo esfuerzo a la consecución de un objetivo, el significado de resto se torna positivo. De inerte pasa a ser activo y, de mero residuo, se convierte en fermento llamado a generar novedades. Un docto ilustre, W. Müller, estudió el significado de resto en la historia antigua y detectó que tal era su sentido en la política militar de los asirios y en la teología bíblica. El resto como prenda, o mejor, arras de recuperación. Yo, como conservador que soy, creo que conservadurismo y conservatismo pueden y deben aspirar, nada más y nada menos, que a ser resto. A mantener vivos valores éticos y estéticos que algún día fructificarán en algo nuevo, distinto de lo que conocimos y mantenemos, pero igual o más valioso, y, sin duda, mejor que lo meramente de moda. Y, con éste fin, a proteger las semillas hasta que llega la hora de su fecundidad.
Y ello viene a cuento de contemplar el pujante Madrid de hoy, desde mi balcón en una plazuela del viejo Madrid de los Austrias. Un barrio que, como analizó uno de sus ilustres residentes, Herrero García («Madrid en el Teatro», CSIC, 1963), sirve de escenario a una parte importante de nuestra literatura clásica y que, milagrosamente, ha resistido a la afición nacional de destruir. Allí suena el arrullo de infinitas palomas y escucho el repique de múltiples campanas. Las de las torres mudéjares de San Nicolás y San Pedro, las de los campanarios barrocos de San Miguel y San Andrés, las de la humilde y activa espadaña del Monasterio de las Carboneras y algunas otras más. En sus badajos va prendido el eco de las de Santa María y San Miguel de los Octoes o el de las de San Salvador —familiares al Diablo Cojuelo—, apagadas estas últimas hace más de siglo y medio por la ambición de un cura, un vinculero y un platero metido a burócrata, todo ello disfrazado de progreso. Y, desde allí, contemplo un comercio que permanece o cambia, pero que por su dimensión y talante resiste todavía a la competencia de las grandes superficies muy cercanas. Y veo pasar un tipo de gente que permanece a través de los años e incluso de las generaciones. Hace medio siglo que no sale d’Ors desde su casón del Sacramento, desgraciadamente destruido en época de un alcalde vesánico, ni se pasea ya por la calle Mayor el venerable Eulogio Varela, irradiando saberes eruditos a través de su descuidado atuendo, y hace tiempo que faltó, definitivamente, la pintora de raza que fue Aurora Lezcano. Pero sus recuerdos y el de muchos más, otros tantos fantasmas benévolos, siguen presentes, adheridos a las fachadas de unos edificios que una administración municipal sensata ha ido restaurando y embelleciendo. Y, lo que es más importante aun, en el barrio hay nuevos vecinos de análogo talante y también de talento. El gran quesero Burgos y el relojero Palacios cerraron y se ha jubilado Caty, la peluquera de mi mujer, pero otros oficios y comercios tomaron su relevo y siguen pujantes ilustres establecimientos clásicos, desde el dulce Riojano al suculento Ciriaco, pasando por el museo vivo, amorosamente cuidado por sus propietarias, que es la farmacia de la Reina Madre.
Sin duda el barrio ha cambiado en los últimos años. Las riadas de turistas diluyen a ciertas horas la fisonomía de las aceras; el tráfico, el ruido y la vibración (aumentada por una más que discutible pavimentación con adoquines) han aumentado; y ya no se podrían, como antaño, preparar los temas de una oposición por la calzada de la calle Sacramento o jugar los niños en la Plaza Mayor. Lo inevitable no merece ser criticado. Pero los indígenas y habituales residentes nos seguimos encontrando, conociendo y saludando. La voracidad especulativa pretende sustituir los auténticos, y por auténticos bellos, mercados de San Miguel y de la Cebada por sofisticadas superficies de sofisticados productos, pero algunos meritorios tenderos se aferran a sus puestos. La pasión por el cambio, fácil sustituto del verdadero progreso, proyecta modificar el uso de los edificios oficiales, pero la inercia, ingrediente latino de la realidad, es testaruda y lo aplaza continuamente. El barrio mantiene a sus naturales y atrapa a quienes llegan a él. No es una máquina para vivir de usar y tirar o, lo que es lo mismo, cambiar, sino un espacio entrañable, cargado de afectos y, por ello, encantado. Parafraseando a Bachelard, una onírica capital provinciana instalada en el centro de la gran urbe.
¿En qué consiste tal encanto, rayano en el encantamiento? En la talla humana de las casas y de las cosas; en la accesibilidad de espacios comunes de uso cotidiano, terrazas y cafés, iglesias y comercios, donde poder adquirir las pequeñas cosas que se necesitan todos los días; en su estabilidad; en la relación cordial de los vecinos que puede ser tal porque ni somos innumerables ni volanderos. Ya sé que el barrio de los Austrias no es repetible en el Madrid moderno. Más aún, intentarlo sería monstruoso. Pero los valores que le dan encanto deberían, primero protegerse —eso es conservatismo— y, después, inspirar a los urbanistas que tienen por misión hacer una ciudad cuyo paradigma no sea la fabrica ni la oficina —aunque contenga oficinas y fabricas— sino un hogar. ¿Quién dijo que el sonar de las campanas y de los yunques eran incompatibles? En señalar que es posible consiste el valor de mi barrio como «resto».