La profesión de periodista, ejercida con dignidad, entraña serios riesgos en sociedades como las que nos tocó vivir. Porque su periodista dignamente implica ejercer y defender la veracidad. Ejercerla no es fácil, en unas sociedades que crean y difunden mitos y fetiches más profusamente que cualquier otra pasada –y por si alguna duda me pudiese asaltar todavía a este respecto, me bastó una reciente relectura casual de las Mitologías de Roland Barthes de nada menos que los años cincuenta para alejarla bruscamente de mi mente. Pero si ejercer la veracidad no es fácil, defenderla aún lo es menos, junto a la creciente voracidad de poderes sociales que todo tiende a convertirlo en mercancía, que se vende y se alquila, incluida la información, por su valor de cambio, y no siempre ni tanto por su valor de uso social. Si, encima, se es mujer, la dificultad se reduplica hasta el riesgo límite de «morir en el intento».
Ahí radica, en mi opinión, el valor ejemplar de Carmen Rico-Godoy, de su personalidad, su trayectoria, y su obra: en el coraje y la lucidez con que asume ese riesgo para ejercer verazmente la dignidad del escritor, para defender en la práctica el honor de la profesión del periodismo. Hasta el punto de tornar inexacta aquella famosa respuesta de Oscar Wilde cuando alguien le había preguntado qué diferencia veía él entre la literatura y el periodismo. La respuesta de Wilde había sido: «La literatura no se lee; el periodismo es ilegible».
Gracias, Carmen, por ello.