De una entrevista solemos quedarnos sobre todo con la imagen del entrevistado, cuya notoriedad justifica habitualmente esa especial atención. Pero seríamos más justos si valorásemos a la vez el trabajo del entrevistador, muchas veces decisivo.
Como no soy periodista, puedo decir sin incurrir en inmodestia que las buenas entrevistas muy a menudo mejoran nuestro concepto de la persona a quien se han hecho, o al menos nos ofrecen aspectos inéditos de su personalidad que de otro modo difícilmente podríamos conocer. Para que así suceda es preciso que entre quien entrevista y el que es entrevistado exista una serie de coincidencias básicas, en primer lugar respecto a los temas de la entrevista misma.
Pero creo que no exagero al pensar que también en temas más profundos: el valor y la dignidad de la persona, el talento para distinguir lo esencial de lo accesorio, el valor para comprometerse con la comunidad en su conjunto, la agudeza para extraer y percibir el mensaje útil que la vida y obra del entrevistado puede ofrecer, cuando no la interfieren prejuicios ni personalismos. Por eso la entrevista es en definitiva un ejercicio de civilidad. De la que fecunda y renueva constantemente una convivencia positiva de intereses y proyectos comunes, y una democracia auténtica, de todos y para todos.
Esta es asimismo la tarea del periodismo: una continua conversación con sus lectores, que son también, siempre es hora de recordarlo, titulares del derecho a la información. Un diálogo que va madurando una opinión pública bien fundada, y por tanto respetada y valiosa, por su espontaneidad y por su valor como contraste y estímulo del avance y mejora colectivos.