(No se conserva el discurso de aceptación del Premio Cerecedo de Juan Cueto. De sus reflexiones sobre la Europa de la Ilustración como idea global, lanzadas en el XLIV Congreso Internacional de la APE, celebrado en 2006 en Oviedo)
Me gustaría abrir un paréntesis filosófico para recordar que la idea de Ilustración y, más concretamente, aquel entusiasmo europeo por las Luces que luego contagiaría a los nacientes Estados Unidos de América, era ante todo una idea global. Era la primera vez que se reflexionaba en esos términos sobre el mundo, aunque entonces lo global se pronunciaba como «lo universal». Aquello fue resultado directo de un debate periodístico en el que los filósofos alemanes, franceses e ingleses, empezando por Emmanuel Kant y acabando por Voltaire, decidieron abandonar las altas tarimas académicas y empezar a utilizar las populares columnas mundanas de los periódicos de la época.
Esto, que ya es un hito en la historia de la Filosofía, es decir, el momento en que los filósofos se convirtieron en periodistas, también debería ser un hito en la historia del periodismo. Fue entonces la primera vez que las columnas de la prensa europea dejaron de tratar temas locales o patrióticos e inauguraron una visión global. El doble acontecimiento está datado en 1784, cuando la Gaceta de Berlín planteó a los intelectuales europeos de entonces las siguientes cuestiones: ¿Qué son esas Luces universales que entusiasman a Europa? ¿Qué es la Ilustración? Como se sabe, a la convocatoria periodística de aquella gaceta respondieron inmediatamente Kant, Mendelsson y demás filósofos y artistas. En ese preciso momento periodístico –y no en el affaire Dreyfus, como dice el tópico– se inauguró la idea del intelectual mediático y universal y el periodismo también, por vez primera, empezó a reflexionar globalmente.
Ahora mismo, en esta segunda globalización –en la que la Europa ilustrada tendría y tiene mucho que decir– las actuales preguntas del debate filosófico periodístico europeo no son muy diferentes a las planteadas entonces por aquella gaceta de Berlín. ¿Qué es la globalización en el mundo actual desde el punto de vista de la Europa ilustrada? ¿Cómo recuperar aquel entusiasmo en la construcción de Europa, en el momento de una nueva e irreversible globalización? ¿Cómo fue posible que la idea de globalización se transformara en esta Europa ilustrada en una idea negativa o enemiga? Es más, ¿por qué en Europa es ahora mismo mucho más popular y moviliza a más gente, tanto académica como mundanamente, el término antiglobalización, o altermundialismo, que aquella primitiva idea de globalización ilustrada que siempre estuvo en los cimientos de Europa, y de la Unión Europea? Son las mismas preguntas que en la época de la Ilustración.
Para expresarlo en términos periodísticos y bajando de la filosofía a los terrenos más prosaicos: ocurrió lo mismo con la bioquímica de la globalización que con la bioquímica del colesterol. Hay un colesterol bueno, sin el que no se puede vivir, pero el colesterol malo ganó en Europa la batalla de la globalización. El problema es que los conflictos actuales del globo, aunque estén contaminados de raíz por el colesterol malo, no pueden analizarse, ni entenderse sin el enfoque de la globalidad.
Hay una lógica irreversible en esta segunda globalización, implícita sobre todo en la actual revolución tecno-científico-cultural. Es algo que está más cerca de ser un cambio de civilización que un cambio de cultura, si utilizamos la vieja distinción antropológica entre civilización y cultura. En cualquier caso, los medios y los periodistas no podemos de ninguna manera conjurarlo ideológicamente, como si sólo se tratara de colesterol malo procedente de la administración Bush.
El filósofo alemán Peter Sloterdijk –uno de los imprescindibles puntos de referencia del nuevo pensamiento europeo y el que mejor ha reflexionado sobre la nueva geometría global de los individuos y sus sistemas– suele utilizar en sus ensayos lo que llama el «índice de sincronización para evitar problemas ideológicos», es decir, problemas maniqueos, los mismos que Sylvain Cypel calificó como binarios. Pues bien, el índice de sincronización global de los individuos europeos es, ahora mismo, muy inferior al del resto de los ciudadanos de otros países y continentes.
Frente a los actuales conflictos del globo los medios de comunicación europeos practican no sólo una visión puramente local, para nada eurocéntrica –y excuso decir ilustrada–, sino que elevan sus respectivas ideologías locales, sus intransitivos conflictos nacionales, generalmente electorales o profesionales, a categoría única de periodismo político, económico y cultural en la era de la segunda globalización.
Los medios y los periodistas europeos, generalmente, situamos los conflictos del siglo XXI desde la perspectiva ideológica del colesterol malo. Tenemos una tendencia suicida a no sincronizar. No sólo hemos desertado de la idea, de la utopía de aquella Europa global, sino que por despiste tecno-científico estamos inmersos en la mayor crisis en nuestras respectivas profesiones, cada vez más multimediáticas e incontrolables desde una pequeña Europa tan anticientífica. En el área de Internet, lo siento y creo que esto lo estamos pensando todos, no son posibles los gitanos europeos que van por el monte solos.
Otro intelectual europeo, el arquitecto holandés Rem Koolhaas, ilustrado por el índice de sincronización del alemán Peter Sloterdijk, estableció un método revolucionario de raza matemática, que todo periodista europeo debería tener muy presente, según el cual los conflictos del siglo XXI no se dividen en buenos o malos, a tenor del actual maniqueísmo o escala binaria a la que estamos sometidos; sobre todo maniqueísmo ideológico, generalmente de procedencia local. Hay conflictos del siglo XXI que obedecen a un déficit de globalización, conflictos minimalistas. Hay conflictos que son resultado matemático de un superávit de globalización, o conflictos maximalistas.
La «voltairiana» figura del idiota en el siglo XXI consiste en sostener que la irreversible globalización es un asunto local, ideológico y maniqueo entre derechas e izquierdas. Es decir, entre minimalismos y maximalismos extraviados de siglo.
Pues bien, basta sumar el índice de entusiasmo ilustrado del que hablaba Emmanuel Kant, el índice de sincronización de Peter Sloterdijk y la fórmula de Rem Koolhaas sobre los déficit y superávit de la globalización en los conflictos, y restar después los minimalismos y maximalismos ideológicos, para obtener la medicina o alquimia que la Europa ilustrada puede aportar a la globalización, para contrarrestar los efectos perversos de ese colesterol malo, que ha secuestrado el término.