La selección brasileña constituye una radiante demostración de que la felicidad es el estado de ánimo adecuado para hacer cualquier cosa en la vida que merezca de verdad la pena. Brasil ha ganado, hasta ahora, todos los partidos en el Mundial, pero lo más admirable de sus victorias ha sido la brillante manera de obtenerlas, Los jugadores capitaneados por el olímpico Sócrates —que aguantan sobradamente la comparación con sus míticos antepasados de Suecia, Chile y México— transmiten a los espectadores el espíritu de plenitud y goce con que saltan al campo.
La manera en que Júnior, por ejemplo, festejó el tercer gol brasileño ante Argentina se .halla en las antípodas de la forma ligeramente histérica y feamente crispada con que suele celebrarse por estos pagos la obtención —¡ay!, tan infrecuente— de un tanto. Quienes aspiren a jugar como Zico, Eder o Falcao (para quienes la pelota carece de peso, las distancias dentro del césped no existen y el pie es una herramienta idéntica a la mano) deben superar previamente la maniquea dicotomía pascaliana y conseguir que la razón entienda y haga suyas las razones del corazón.
Frente a la gloriosa epifanía brasileña, la selección española ha estado marcada por el signo inconfundible del pecado o, mejor dicho, de la tenebrosa concepción que rechaza los bienes de este mundo como acechanzas del maligno y que exige-sombríamente, bajo la amenaza de terribles castigos, las entecas virtudes del sacrificio y la mortificación. Pablo Porta, en el papel de padre rector, y José Emilio Santamaría; en funciones de padre prefecto, han disciplinado a los jugadores españoles como si fueran alumnos, de lujo de un severo internado. Da la impresión de que las concentraciones en La Molina, El Saler y Navacerrada no pretendieron preparar a los seleccionados para derrotar a sus adversarios futbolísticos, sino educarlos en el combate de las dos banderas frente a los pecados capitales. La templanza contra la gula, la humildad contra la soberbia, la paciencia contra la ira, la diligencia contra la pereza y la castidad contra la lujuria han sido las armas secretas, disparadas luego por la culata, de la preparación del equipo español. La consigna desudar la camiseta parece la trasposición balompédica del lema el trabajo os hará libres, que campeaba, según testimonia Jorge Semprún, a las puertas del campo de Buchenwald. Y el enclaustramiento monacal de unos hombres hechos y derechos durante largas semanas no es sino la compulsiva prolongación al mundo deportivo de la curiosa teoría, sostenida sin desmayo, pero con escaso éxito por los padres espirituales, de que la abstinencia sexual es fuente de innumerables beneficios corporales y mentales.
Mientras que la cerveza, la piscina y el alterne no han impedido a los escoceses (¡tres hurras por Strachan!) y a los irlandeses jugar los noventa minutos de forma desinhibida y sin desfondarse, los españoles, tal vez torturados por algún cilicio oculto bajo la camiseta, llevaban plomo en las piernas, acumulaban confusión en la cabeza y tenían agarrotados los músculos del cuerpo y del alma.
Sin duda, las pláticas y las meditaciones concentracionarias, dadas con las cortinas echadas y en suave penumbra como aconsejaba Loyola, neurotizaron a los jugadores y les sobrecargaron con invocaciones a la responsabilidad y con sentimientos anticipados de culpa. Pablo Porta y José Emilio Santamaría, fabricantes de ese teratológico superego represivo, entraron seguramente a saco en los textos ignacianos para abrumar con las postrimerías futbolísticas a nuestros jugadores y secarles hasta el último brote de espontaneidad, gusto por su oficio y confianza en sí mismos. Probablemente Juanito se salvó de ese naufragio por su envidiable rebeldía ante cualquier forma de autoridad, pero la mayoría de sus compañeros, marcados por este remake de los ejercicios espirituales, mostraron, en sus vacilaciones ante la puerta propia y ajena y en sus fallos en los pases, que estaban dominados por la angustia y por los escrúpulos de conciencia, ese conocido motor de inseguridad que ha atormentado la vida adolescente de muchos españoles educados en colegios de curas, Ya ha sido lamentable que los métodos de entrenamiento condenaran al equipo español a pésimas actuaciones, pero resulta más grave todavía que las principales víctimas de este desastre sean los propios jugadores, que tendrán que -soportar durante años —como el desventurado Cardeñosa tras su pifia ante Brasil— la frustración rencorosa de los aficionados. Si algunos seleccionados (por ejemplo, el maltratado Arconada) se vieran obligados en el futuro, para deshacerse de los sentimientos de culpa y combatir la ansiedad, a recurrir a los servicios de algún psiquiatra, no me extrañaría que el cuadro de las dolencias mentales se enriqueciera con el descubrimiento de la neurosis portiana o santamariana, patogenia producida por los aberrantes sistemas de preparación física y psíquica de que han sido objeto unos deportistas profesionales, mayores de edad y de aceptable competencia en su oficio, tratados durante casi sesenta días, sin embargo, como adolescentes irresponsables o como minusválidos mentales y corporales.
Lástima que los predicadores Porta y Santamaría olvidaran mencionaren sus trisagios a la avaricia, que ha empujado a los seleccionados a romper por codicia el saco de los reclamos publicitarios, y no pusieran en guardia a los jugadores contra la envidia de sus compatriotas, que pueden destrozarlos psíquicamente, echándoles en cara el dinero acumulado, sí hoy no salvan la cara —cosa que bien pudiera ocurrir— frente a Inglaterra.