Cuando yo comencé a escribir, siendo muy joven, estaba obsesionado por la voluntad de estilo. No sé dónde había aprendido ese estribillo, ni tampoco creo que tuviese medianamente claro lo que quería decir con él, pero no se me caía de la boca ni del bolígrafo; «¡Lo importante es tener voluntad de estilo! ¡La filosofía académica carece de voluntad de estilo! ¡En el ensayo lo que cuenta es la voluntad de estilo!», etc…
Empezó a curarme de esa tortura un adversario fortuito que, polemizando conmigo, observó con tanta sorna como acierto: «a Savater la voluntad desde luego no le falta; lo del estilo, en cambio, ya es otra cosa». Y terminó por despejarme completamente una advertencia oracular de Verlaine: «Ante todo, evitar el estilo». En efecto, quienes se esfuerzan por tener un estilo, quienes padecen esa «voluntad de estilo» que antaño me pareció tan esencial, escriben pendientes no de lo que quieren decir –muy bien pueden no querer decir nada– sino sólo de los efectos idiosincrásicos que producirá en el lector su forma de decirlo. Lo principal para ellos no es que el destinatario del texto comprenda lo dicho y lo valore, sino que sea muy consciente de que lo ha dicho Fulano. Y por tanto la voluntad de estilo no será otra cosa que el empeño que pone Fulano en ser enormemente Fulano, ese Fulano que él supone que debe ser: Fulano el Gran Pensador, fulano el Poeta, Fulano el Castizo, Fulano el Críptico, Fulano el Cachondo Deslenguado, Fulano el Rebelde, etc… No cuenta el asunto de que se escribe, no cuenta acertar o desbarrar, no cuenta ni siquiera lo literario como tal, sino que sólo cuenta Fulano. Fulano el Inconfundible… porque se confunde solo. Si me permiten el símil un tanto salaz, el voluntariado estilista es como esos amantes que en lo más animado de la coyunda sólo piensan en lo inolvidable de la performance que están llevando a cabo y en el seguro arrobo que han de suscitar en quien lo comparte: por querer meterlo todo suelen meter también la pata.
Cuando abandoné la voluntad de estilo, me propuse algo más difícil todavía: escribir como todo el mundo. Es decir, como todo el mundo si todo el mundo supiera decir por escrito lo que piensa con perfecta naturalidad, tal como le apetece en cada momento, a veces de modo risueño, otras patéticamente, frío o cálido a voluntad. … pero sin voluntad estilística. No hace falta decir que tampoco este objetivo me ha sido concedido, aunque nunca he dejado totalmente de esforzarme por lograrlo. Al final la pereza decidió por mí y ahora mayormente escribo como me sale, procurando evitar tan sólo los mayores despistes sintácticos o semánticos y no repetir tres veces la misma palabra en una sola línea. Lo cual también lleva su trabajo, justo es decirlo.
¿Mi relación con la prensa? Amor a primera vista, porque colaboro con ella desde los dieciséis años con tumultuoso entusiasmo. Dirigí durante un año la revista colegial Soy Pilarista, ocupación en la que se ejercieron también por vez primera periodistas más ilustres. De esa etapa recuerdo que lo informal de algunos de mis colaboradores me obligaba a sustituir las crónicas que no llegaban por apresuradas improvisaciones mías sobre materias que desconocía tan concienzudamente como el hockey sobre patines y que a veces firmaba con seudónimo. Esta forzada polivalencia motivó que algunos guasones sugiriesen cambiar el título de Soy Pilarista por un irreverente Soy Savater.
Pero mi paso definitivo al periodismo hay que achacarlo, como tantas otras desventuras que aún padecemos, a la dictadura franquista. Recién acabada la carrera de filosofía y nada más comenzar mi trayectoria como profesor, me vi expulsado de la Universidad Autónoma de Madrid y con escasas posibilidades de encontrar venia docendi en ninguna otra. Tenía veintitrés años y estaba a punto de casarme, de modo que intenté ganarme la vida aprovechando las dos únicas pasiones rentables que tengo desde pequeño; la lengua francesa y escribir. Traduje a Cioran, a Bataille, a Voltaire, a Diderot. Y también empecé a escribir más y más artículos. La orientación de estas piezas alimenticias la determinó un amigo de aquella época, el único periodista que yo conocía y que colaboraba en el diario Madrid. Acudí a él y le conté mis cuitas pecuniarias. «Bueno, ¿sobre qué querrías escribir?, indagó generosamente. Le dije que sólo me sentía competente en cuestiones hípicas y que me ofrecía para cubrir la crónica de carreras del diario, incluso yendo a las seis de la mañana a los entrenamientos en la Zarzuela si era preciso. Pero esa área tenía ya en el periódico un profesional asignado desde hacía años, de modo que como second best ofrecí la posibilidad de reseñar libros de pensamiento. Y así comenzó todo: fugazmente en el Madrid y luego en Revista de Occidente, en Informaciones en Triunfo… sobre todo en Triunfo, donde por fin pude colocar las crónicas hípicas que son mi verdadera vocación y lo mejor que he escrito en mi vida. Mas tarde llegó El País y alcancé mi lugar natural, el espacio idóneo donde decir lo que a mi juicio podía y debía ser dicho por mí. Aquí sigo estando, porque ese espacio permanece abierto y más necesario que nunca. La verdad es que he tenido mucha suerte.
Alguna vez, creyendo ofenderme, han dicho de mí que yo no soy un filósofo sino un periodista. A mucha honra. La verdad es que no soy un filósofo sino un philosophe, con minúscula y si es posible en francés del ilustrado siglo dieciocho. Cuando llegue el momento de separar el trigo de la cizaña, quiero que me envíen por indigno que sea junto a Montaigne, Voltaire, Camus o Cioran. Junto a Hegel o Heidegger me aburría demasiado. Para ser filósofo no sólo me falta talento sino que me sobra guasa antisolemne o, si se prefiere, alegría escéptica. Suscribo plenamente lo que un tal Mr. Edwards comentó en cierta ocasión al doctor Johnson, si Boswell no nos engaña: «Yo también traté en mi tiempo de ser un filósofo, pero no sé cómo la jovialidad siempre lo penetraba todo». La jovialidad hace que uno se lo pase divinamente (a fin de cuentas la palabra «jovial» proviene del nombre del dios máximo en el panteón clásico) pero quizá cierra el camino para la más alta filosofía, que es cosa grave o al menos de pronóstico reservado. Afortunadamente en cambio esa jovialidad no me ha impedido ser periodista, hasta diría que me ha ayudado a serlo más irremediablemente, y por eso ahora agradezco con tanto orgullo esta distinción que me otorgan otros periodistas por haber hecho mejor o peor periodismo a lo largo de más de treinta años.