Majestades, me uno a las palabras de agradecimiento por su presencia en este acto del Presidente de la Asociación de Periodistas Europeos, Diego Carcedo, y de la presidenta del Jurado de la XXXI edición del premio Francisco Cerecedo, Blanca García Montenegro.
Pero añado el mío muy especial por la significación personal que comporta recibir de su mano este galardón justamente en esta edición, en la primera en la que aquí están como Reyes de España.
Una cita a la que no han querido faltar y que todos valoramos y reconocemos como una complicidad, o como una cercanía, o, quizás, como el deseo –que es recíproco- de mantener una sintonía entre la profesión periodística y sus personas y la Institución que representan.
Me permitirán que afirme como ciudadano que les necesitamos como referencia de entrega y de responsabilidad y como periodista, que testimonie que la inmensa mayoría de la profesión entiende sólo la lealtad desde la crítica y que, por lo tanto, les desee toda clase de éxitos porque sus aciertos serán los de todos.
Gracias por este reconocimiento. No lo merezco más que otros muchos compañeros que podrían hablar hoy desde este atril connotados con los mismos o mayores elogios con los que la generosidad del jurado me distinguió para justificar el premio Cerecedo que reúne un extraordinario elenco de galardonados al que me uno con humildad pero también con felicidad.
Llevo cuarenta años en esta bendita profesión, desde que tenía veinte en mi Bilbao natal, y ni un solo día he dejado de repetirme que es la más bella del mundo como proclamó el insigne Albert Camus.
Señor Ministro, señoras y señores secretarios de Estado, señor presidente del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, patrocinador de este premio, queridos compañeros y amigos. No voy a incurrir en la pretenciosidad de un discurso con ínfulas. Simplemente quiero trasladaros algunas reflexiones.
Vivo como vosotros vivís el momento dramático de este oficio, cuya depresión se debe más que a nuestras acciones y omisiones –que haberlas las hay- a las de otros que no supieron cuál era su función y su misión.
Somos el eslabón débil de una cadena que se ha quebrado y vivaqueamos en la pared del precipicio. Por eso, es mi deber de bien nacido ser agradecido y, hoy aquí, he de decir que cuando se me vino el mundo encima hace unos años pensando que el ejercicio de la profesión había terminado para mí como para tantos otros compañeros, se me abrió la pantalla de El Confidencial.com, me acogieron las páginas de La Vanguardia y me dieron voz los micrófonos de la SER.
En mi vida profesional he absorbido algunas lecturas con las que intento sostener el ejercicio digno del periodismo y que me han proporcionado claves interesantes y aleccionadoras y que en esta tesitura me gustaría trasladaros.
La primera me la procuró este párrafo de Ortega:
“Nada me parece más despreciable, más contrario a su misión, que el escritor del cual se sabe por anticipado lo que va a pensar y decir sobre un nuevo tema. Esto es la definición del imbécil. Por motivo parejo abomino del hombre consecuente con sus ideas. Eso es la definición de la mula. No es uno, se me ocurre, quien debe ser consecuente con sus ideas, sino sus ideas quienes deben ser consecuentes con la realidad”
Estos criterios del filósofo madrileño han tenido una actualización magistral gracias a Antonio Muñoz Molina que escribió en su último ensayo “Todo lo que era sólido” estas palabras:
“Es muy difícil llevar la contraria en España. Llevar la contraria no a los del partido o a los del bando contrario, sino a los que parecían que están en el lado de uno; llevar la contraria sin mirar a un lado y a otro antes de abrir la boca para asegurarse de que se cuenta con el apoyo de los que saben o creen que uno está a su favor; llevar la contraria a solas, a cuerpo limpio, diciendo educadamente lo que uno piensa que debe decir, lo que le apetece decir, lo que le parece indigno callar, sabiendo que se arriesga no a la reprobación segura de quienes no comparten sus ideas sino al rechazo ofendido de los que lo consideraban uno de los suyos; llevar la contraria no a visiones abstractas y totales del mundo sino a hechos particulares de la realidad”.
El segundo recurso me lo ofreció la lectura de Pedro Lain Entralgo y su “España como problema” cuando denunció la abundancia en nuestro país de hombres hereticales, que son los que rompen y quiebran, y de la escasez de los pontificales, aquellos sobre cuyas palabras y reflexiones se puede transitar y, por lo tanto, buscan la comprensión, el entendimiento y la empatía. Siempre quise ser modestamente de los segundos y jamás de los primeros.
Y el tercer recurso, consiste en acogerme a la sublime poesía militante de Miguel Hernández cuando nuestro país aparece postrado y justamente indignado, al tiempo que dividido y en tensión separadora de sus pueblos y tierras. Y entonces leo un texto que no por repetido sigue resultando menos sugerente y emotivo:
¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza?/¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?/ Asturianos de braveza/vascos de piedra blindada/valencianos de alegría y castellanos de alma labrados como la tierra y airosos como las alas/andaluces de relámpagos nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas/extremeños de centeno/ gallegos de lluvia y calma/catalanes de firmeza/aragoneses de casta/murcianos de dinamita frutalmente propagada/leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza/hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada/ yugos os quieren poner gentes de la hierba mala/yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas/ Crepúsculo de los bueyes, está despuntando el alba”.
Ojala, así sea.
Muchas gracias.