Artículo originariamente publicado en La Opinión A Coruña el 23 de Noviembre de 2014.
Ayer se murió Durruti, en el hotel Ritz de Madrid. Ayer de 1936. También, el mismo día y año, José Antonio Primo de Rivera, fusilado. Hubo otro que también murió un 20 de noviembre, pero solo recuerdo sus fechorías.
Con el ectoplasma de Durruti hablo cada vez que voy al Ritz. El otro día estuvimos por allí algunos periodistas debatiendo sobre nuestro negociado, gracias al apoyo de Coca-Cola -y a la perfecta organización de la Asociación de Periodistas Europeos (APE)-, que hasta patrocinó el almuerzo al que asistió, a modo de clausura, el ministro Margallo. «Los escalopines están recalentados, el ministro ha hablado mucho y en la cocina se han desbordado», me dijo un inquieto Durruti.
Tampoco era para tanto, los escalopines y toda la comida estaban muy ricos, y cierto que el ministro de Exteriores y Cooperación del Gobierno de España habló largo e interesante, pero estuvo bien. Sin embargo, como siempre escribo y digo, una cosa lleva a la otra, y sentado en uno de los salones del Ritz me acordé de Julio Caro Baroja y del centenario de su nacimiento. Hace casi treinta años lo fui a buscar a su casa que era la de su tío Pío, en la calle Alfonso XII, muy cerca del Ritz y frente al Retiro. Lo fui a buscar para iniciar un viaje a Barcelona, otro día contaré la razón, que me deparó sustanciales anécdotas. Para empezar, tuvimos que aguantar un retraso importante en el vuelo, lo cual nos colocó en un bar del aeropuerto al lado de los miembros del grupo La Unión, cosa que a don Julio le pareció muy pintoresca.
«¿Y estos quiénes son?», me preguntó. «Unos que se han hecho famosos cantando una canción inspirada en un poema de Boris Vian», le dije. «¡Qué curioso!». Le gustó lo de Vian. Ascendimos a los cielos, era otoño, y la sierra de Madrid se veía perfectamente perfilada por la ventanilla. «Después de cumplir los setenta, no se le tiene miedo a nada», susurró ante mi evidente pánico a volar. Como todavía nos quedaba tiempo hasta el almuerzo que nos esperaba con otras personas, paseamos por las Ramblas y paramos en la plaza Real a tomar una cerveza. Un vecino de terraza se nos acercó: «¿Podían ayudarme a traducir esto del francés?». Esto era un prospecto de alguna máquina, y allí le ayudamos, con un par de cervezas, a la versión española de aquel manual de instrucciones. Hubiera cumplido cien años si viviera. Por suerte, su obra le sobrevive y es inmensa. Viva don Julio.