Cada trece horas, cronometradas con la exactitud que le caracteriza a la periodista Carmen Aristegui, hay una agresión contra el ejercicio del periodismo en México. La mayoría de ellas provienen del poder político. No es la única estadística macabra. El mapa de la muerte lleva marcadas ya este año 12 estaciones. Desde Veracruz a Michoacán, pasando por Sonora, Zapotecas, Sinaloa o Chihuahua. México ostenta el desgraciado récord de ser el país del continente americano de mayor letalidad entre los periodistas.
El premio instituido en memoria del Diario Madrid, cerrado por la dictadura y hasta volado para no dejar vivos sus cimientos, no podría tener mejor destinataria en su XIX edición. Carmen Aristegui fue la figura central en un empreño porque llegase a los medios de comunicación masivos mexicanos (a la radio y la televisión) la libertad que ya experimentaban algunos periódicos. Y cometió el pecado de ser líder de audiencia, para terminar por ello siendo despedida por presiones del poder presidencial. Lo certifica Ricardo Cayuela, otro de los grandes periodistas mexicanos, que denuncia la gran decepción sufrida con el ejercicio del poder por López Obrador, esperanza de la izquierda, y que ha virado “al viejo modelo autoritario” de los tiempos del PRI.
Carmen Aristegui no es una mera periodista, sino un símbolo de la libertad de expresión en México, y por ende en todo el mundo que habla español. La dotación del premio ha decidido entregarla esta periodista con conciencia a paliar la persecución que sufren los periodistas nicaragüenses, representados por Carlos Fernando Chamorro, a manos del dictador sin escrúpulos Daniel Ortega.
Persecuciones en toda regla, prohibición de escribir, confiscación de los medios, privación incluso de la nacionalidad. Así se escribe el contraperiodismo en América. Denuncia especialmente esta hija y nieta de españoles exiliados en México (“Los dos bandos perdieron la guerra civil, solo la ganó México, enriquecida con los intelectuales que llegaron de España”), el señalamiento al que son sometidos ella y sus colegas mexicanos. Hasta 176 profesionales con nombres y apellidos han sido estigmatizados por el Ejecutivo de López Obrador en una actitud represora y persecutoria para amedrentar a los medios. Matan las balas y señalan el objetivo las palabras.
Carmen Aristegui sigue levantando la voz, aunque le priven del micrófono que la unía a sus públicos. Hace falta que el coro general de los periodistas y los demócratas se sumen a ella para que esta matanza física y conceptual del periodismo, de la libertad de expresión, se detenga de una vez por todas.