Brexit sin final feliz para los tories, por Pedro González

Les habían prometido la vuelta a la gloria del imperio. Salirse de la Unión Europea equivalía a recuperar la soberanía perdida, dejar de ser contribuyentes netos a países más atrasados del continente, a esos PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), cuyo acrónimo significa “cerdos”, que no se distinguen precisamente por su laboriosidad ni espíritu de ahorro.  

El Reino Unido volvería a ser el paraíso, de nuevo con un estado del bienestar envidiable y, en materia de comercio, Londres acapararía los grandes contratos con los países más desarrollados del mundo, empezando por incrementar la relación espacial con los primos de Estados Unidos, sin necesidad de la intermediación bruselense.  

Uno tras otro, cuatro primeros ministros conservadores en cinco años pintaron a los británicos un panorama de ensueño, una vez desligados de las ataduras de la pesada y tediosa burocracia de Bruselas. En el paquete también se incluía el resurgimiento de los servicios públicos, en especial el tan querido National Health Service (NHS), orgullo con merecida razón del pueblo británico.  

Y sucedió lo que tenía que suceder. Los votantes, especialmente los que ya tienen mucha historia y experiencia democrática a sus espaldas, contemplaban día a día que nada era como se lo pintaban desde el 10 de Downing Street, unos con la vehemencia del carismático -eso decían sus más fieros partidarios- Boris Johnson; otros con la falta de convicción de Liz Truss “La Breve”, y el último de la fila, Rishi Sunak, descubriendo su impotencia pese a su buen manejo de los números y de las finanzas.  

Así, pues, Sir Keir Starmer no tuvo más que mantener su comportamiento gris e incluso aburrido, no irse de la lengua y por lo tanto no meter la pata, para alzarse con una arrolladora victoria, la segunda más abultada de la historia del Partido Laborista desde la conseguida por Tony Blair. Y, como en el Reino Unido llevan al pie de la letra eso de “a rey muerto, rey puesto”, Shunak ya ha salido de la residencia oficial del jefe del Gobierno para que el servicio de limpieza y acondicionamiento dejara todo despejado y en orden de revista para que Starmer tomara posesión de su nueva vivienda.  

El hombre que, tras ser aupado por el anterior y radicalizado líder del laborismo, Jeremy Corbyn, terminó por empujar a este fuera del partido, acometió con éxito la tarea de despojarle de extremismos y volver a recentrarlo. A grandes rasgos ese es su bagaje y los méritos que a priori han valorado los electores que le han otorgado victoria tan contundente. Dicen sus detractores, que también los tiene incluso en su propio partido, que no tiene carisma. Seguro que se hace con ese atributo en pocos días. Con semejante mayoría absoluta, es indudable que el carisma se posará enseguida sobre su cabeza.  

Terminado el lamentable ciclo de casi tres lustros seguidos del Partido Conservador, la tarea de Starmer es ingente. Ha tenido buen cuidado de no pillarse los dedos, de manera que ha desmentido a los que auguraban una nueva consulta a los ciudadanos para volver al club europeo, pero, si no parece que en este su primer mandato se deshaga el Brexit, a buen seguro que las relaciones con la UE mejorarán en interés de ambos, una vez constatado empíricamente el debilitamiento de uno y otra tras la separación.  

Londres y Bruselas necesitarán incrementar la cooperación en el muy peliagudo problema de la inmigración ilegal, y mantener al menos los niveles de mutua ayuda e interrelación en las cuestiones de seguridad y defensa. Por supuesto, en el orden interno habrá de poner en marcha de inmediato medidas rápidas e imaginativas para recuperar los servicios públicos, tarea tanto más difícil cuanto que las finanzas no atraviesan por el mejor momento. 

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