Artículo publicado originalmente en La Vanguardia por Xavier Mas de Xaxàs el 17 de Noviembre de 2018.
Hace más de tres años, cuando hacía campaña para la presidencia de Guatemala, el cómico Jimmy Morales recordaba a cada rato su origen humilde en un barrio con las calles sin asfaltar, huérfano de padre desde los tres años, obligado a la venta callejera de plátanos, ropa usada, zapatos y gaseosas para ayudar a su madre a salir adelante. Gracias a este esfuerzo y sin que se sepa muy bien cómo, montó una productora de televisión y se puso ante las cámaras.
Durante aquella campaña electoral, Morales se presentaba como el candidato antisistema que iba a solucionarlo todo. A una ciudadanía sacudida por la violencia, la desigualdad, la pobreza y la corrupción les decía que “no tengo experiencia política, pero tampoco soy un ladrón”. “Durante 22 años –añadía– les he hecho reír y si gano las elecciones, prometo que no les haré llorar”.
Antes de aquellas elecciones, cientos de miles de personas habían protestado en la calle contra el entonces presidente, Otto Pérez Molina, hoy encarcelado por corrupto gracias una investigación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Esta comisión, auspiciada por la ONU, ayuda al fiscal general de Guatemala a desmontar una tupida red de la corrupción que hunde sus raíces en los altos mandos del ejército, los mismos que durante décadas gobernaron el país, responsables de una guerra civil que, al firmarse la paz en 1996, había dejado 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos. Jimmy Morales es su hombre. Llegó a la presidencia de la mano de la Asociación de Veteranos Militares y su paraguas democrático, el Frente de Convergencia Nacional, un partido afín a la derecha radical.
Han pasado los años y, efectivamente, todo sigue igual. La pobreza no remite –el 70% de la población tiene dificultades para llenar la cesta de la compra– y la justicia acecha ahora al presidente. La Cicig lo tiene en el punto de mira. Ya ha ayudado a procesar a su hijo y su hermano, y Morales podría ser el quinto presidente acusado de corrupción. Como su principal objetivo es impedirlo, no ha renovado el mandato de la Cicig, que deberá dejar Guatemala en septiembre del 2019. Hasta entonces, el fiscal jefe de la comisión no podrá entrar en el país. El Tribunal Constitucional le ha pedido al presidente que no obstruya el trabajo de la comisión, cuya utilidad ha quedado demostrada al haber expuesto a más de 60 grupos criminales, muchos arraigados en las instituciones guatemaltecas. Morales, sin embargo, no ha hecho caso. El país está paralizado, afirma la analista de Prensa Libre Karin Slowing, porque el presidente no tiene otra prioridad que no sea salvar el cuello, aunque ello suponga una deriva autoritaria.
Morales va camino del panteón de los caudillos centroamericanos. La Casa Blanca lo arropa y sus colegas iberoamericanos no tienen más remedio que reírle las gracias, especialmente estos días de cumbre Iberoamericana en Antigua, la ciudad colonial bajo tres volcanes. Morales es el anfitrión de un encuentro armado sobre los principios incuestionables de la sostenibilidad, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, la defensa del progreso y el medio ambiente. La cita, sin embargo, es un baile de máscaras.
Las buenas intenciones de los discursos no se traducen en políticas reales y, cuando lo hacen, como en el caso de la Cicig, son combatidas. Aquí, nadie se fía de nadie y todos se ponen de perfil ante el drama de la calle, el retroceso de la democracia, el auge del populismo y la persistencia de la violencia en un continente incapaz de crecer al ritmo que exige el bienestar básico de la población.
Aún hay 200 millones de latinoamericanos en situación vulnerable y la democracia lleva cinco años perdiendo partidarios. Ahora ya sólo la defiende el 53% de los latinoamericanos. El resto no cree que sea el mejor sistema para garantizar la seguridad y la prosperidad. ¿De qué sirve votar en un país con desigualdad extrema (y en América Latina están diez de los quince países más desiguales del mundo)? ¿De qué sirve hacerlo en países con tasas de muertos que superan a muchos países en guerra de Oriente Medio? ¿De qué sirve votar en una Nicaragua que este año ha matado a 300 jóvenes que protestaban contra el autoritarismo del régimen o en una Venezuela que ha forzado el éxodo de más de dos millones de personas? ¿ De qué sirve votar en los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) que cada año expulsan a decenas de miles de ciudadanos dispuestos a arriesgar su vida para alcanzar la utopía estadounidense?
He estado esta semana en Antigua, invitado por el Foro Eurolatinoamericano de Comunicación, organizado bajo las fumarolas del volcán Fuego, y donde ha quedado claro que la prensa libre es la primera línea de defensa de la libertad y los derechos humanos.
Después de Jimmy Morales habrá otro Jimmy Morales, el año que viene habrá otra Cumbre Iberoamericana y al siguiente otra más. Los periodistas no somos ingenuos, especialmente los colegas latinoamericanos, curtidos en la decepción, testigos del delito, la impunidad y la inocencia de unas poblaciones abocadas a creer en un mesías. Las urnas seguirán produciendo salvapatrias con sentido del humor o puños de hierro, qué más da. Lo importante es que frente a ellos siga alzándose una voz independiente, una pregunta y un titular, y para que así sea los asistentes al foro redactamos un manifiesto, algo así como un discurso de buenas intenciones –¿cómo escapar de ellos?– que, en esto caso, sin embargo, es un grito en defensa de la información, de la precaria y asediada trinchera de la prensa libre.