Recuerdo la tarde en que vi al escultor Julio López modelando en arcilla la plaquita que se entrega con este premio, fundida en bronce. La misma arcilla de la que estamos hechos, cántaros rotos…
Así empezaban el lunes pasado las palabras de agradecimiento a Miguel Ángel Aguilar, presidente de la Fundación Diario Madrid que me lo concedía, a Rafa Latorre, que había hecho una generosa laudatio y a Isabel Díaz Ayuso, de cuyas manos lo iba a recibir. Extiendo ahora mi gratitud a Joaquín Manso, director de este periódico, y a Leyre Iglesias y a quienes cuidan de la publicación de estos artículos. El resto del escrito sigue aquí:
… Julio López había elegido esa imagen célebre en que se ve el edificio del Diario Madrid en el momento de su voladura. A punto de desaparecer en un montón de escombros, pero aún reconocibles sus torres y tejados. Ninguna imagen mejor para representar el oficio de quienes hemos hecho de la libertad nuestro modo de vida, artistas, escritores y, más expuestos aún si cabe, los periodistas. No solo trabajadores de vida y profesión inestables, sino gentes que han de vérselas con la realidad más inestable de todas, que es la verdad. A la verdad, sin libertad, acaba sucediéndole lo que a aquel Diario Madrid que trataba de contar las cosas tal como eran y no como quería aquel Régimen que se contaran.
Empecé a escribir en los periódicos hace más de 50 años. Andaba uno por los 20 y en aquella delegación del diario Pueblo de Valladolid me asignaron una mesa destartalada y me nombraron pomposamente jefe de la sección de sucesos. Por mi cuenta escribía también de arte y literatura. Lo que a nadie le interesaba. Me hicieron un gran favor. Sucesos y literatura, como todo el mundo sabe, son una misma cosa, y por lo menos la literatura que a mí me gusta está hecha de sucesos, y en provincias, estos son de lo más agradecidos.
A esto de la literatura y del periodismo se le han dado muchas vueltas. Baste saber que donde termina el periodismo empieza la literatura y que una literatura que no conoce los hechos, jurisdicción del periodismo, está condenada a parir engendros.
Cincuenta años después, anda uno en lo mismo, sucesos y literatura. Escribe uno en este periódico eso que se decía antiguamente artículos de fondo político. Claro que hoy las páginas de actualidad política se confunden a menudo con las de sucesos. Yo no tengo preparación política ni curiosidad por la politología. Viendo dónde les ha conducido la politología a otros, tampoco me pesa. Quizá por eso, por mi falta de preparación, no han faltado quienes le aconsejan a uno que deje de escribir de esto, y me ocupe de lo mío, que es la literatura.
En uno de los libros suyos que prefiero, Unamuno se noveliza, y trata de ser real haciéndose ficción. Se titula Cómo se hace una novela, y sugiere engañosamente crítica o preceptiva literaria, pero en realidad se trata de un libro autobiográfico, donde cuenta su destierro, en 1923, en Fuerteventura, y luego en Francia, víctima de «la tiranía pretoriana española» del general Primo de Rivera, habilitado por el rey Alfonso XIII.
Como es sabido, la mayor parte de los intelectuales, aun contrarios al régimen del «borracho» Primo de Rivera y del «epiléptico» Martínez Anido, que ensoecía la vida pública, dejaron solo a Unamuno: «Mis amigos y mis enemigos decían que yo no soy un político, que no tengo temperamento de tal, y menos todavía de revolucionario, que debería consagrarme a escribir poemas y novelas, y dejarme de políticas. ¡Como si hacer política fuese otra cosa que escribir poemas, como si escribir poemas no fuese otra manera de hacer política (…). Existen desdichados que me aconsejan dejar la política. Lo que ellos con un gesto de fingido desdén, que no es más que miedo, miedo de eunucos o de impotentes o de muertos, llaman política, y me aseguran que debería consagrarme a mis cátedras, a mis estudios, a mis novelas, a mis poemas, a mi vida. No quieren saber que mis cátedras, mis estudios, mis novelas, mis poemas, son política. Que hoy, en mi patria, se trata de luchar por la libertad de la verdad, que es la suprema justicia, por libertar la verdad de la peor de las dictaduras, de la que no dicta nada, de la peor de las tiranías, de la estupidez y la impotencia, de la fuerza pura y sin dirección».
De vivir hoy don Miguel podría haber escrito estas mismas palabras, tan calcada es la realidad de ahora a aquella. Así que cuando se siente uno desalentado escribiendo una semana lo mismo que la anterior, me acuerdo de él, y me digo: «No queda otra, hay que seguir una semana más».
Esta es la vida que hemos elegido, inestables, conscientes y exigidos. «Yo hubiera elegido como lema», decía Baroja: «La verdad siempre, el sueño a veces. La verdad como verdad, base de la vida y de la ciencia; la fantasía y el sueño en su esfera. Este entusiasmo por lo verídico y la antipatía por el fraude constante terminan a la larga en la misantropía; el otro camino de la contemporización, conduce a la hipocresía y a la vulgaridad».
La vida del escritor, del periodista, es doble, luchar contra la misantropía y combatir la hipocresía y la vulgaridad. Y eso nos mantiene en pie. Eso sí, siempre a punto de venirnos abajo, pero, no se sabe cómo detenidos, pasmados, como aquel viejo edificio del Diario Madrid, que desde entonces sigue sin hundirse del todo, en vilo siempre.