Texto de Miguel Ángel Gozalo para el catálogo de la exposición «Españoleando, Chumy Chúmez en el Diario Madrid«
Sólo con echar un vistazo a la selección de viñetas de esta antología se comprende en seguida como era Chumy Chúmez, en la vida administrativa José María González Castrillo, donostiarra de ascendencia abulense, que adoptó ese nombre cuando hizo las milicias universitarias y sus compañeros vascos castellanizaban irónicamente sus apellidos con la terminación “ez”. A Chumy le interesaba todo, y sabía de todo. Era polifacético. Pintaba, escribía artículos y novelas, hizo películas, fue un excepcional dibujante, leía a los clásicos y a los psicoanalistas, compraba todos los periódicos, era un gran gourmet, viajaba constantemente, llegó a estudiar sueco por culpa de una novia, había aprendido a bailar flamenco y claqué, y hasta a boxear, y se desenvolvía muy bien como ebanista, el oficio de su padre.
Habiendo tratado a Chumy, entiendo perfectamente aquella prevención de F. Scott Fitzgerald sobre el artista que no se conforma con el don recibido del arte, sino que, además, piensa por su cuenta y lo proclama: “Hay que cuidarse del artista intelectual, el artista que no encaja”. Chumy militaba brillantemente en los dos campos, el de observar la naturaleza y copiarla, y el de contribuir a cambiar la vida, para mejorarla.
Esta antología se centra en sus años del Diario Madrid, donde, en su Página 3, se convirtió en un referente obligado de la vida política y social de España. Chumy venía de “La Codorniz” (donde había comenzado con un chiste clásico, el de un buzo con una sirena sentada sobre sus rodillas) y de la admiración por Mihura y Tono, y el periódico Madrid, fundado Juan Pujol, que fue finalmente cerrado por el régimen anterior, cuando lo dirigía Antonio Fontán, venía de un pasado conservador y de la censura anterior a la Ley de Prensa de 1966. El humor crítico de “la revista más audaz para el lector más inteligente” se dio la mano con la aventura aperturista y liberal del nuevo Diario Madrid gracias a la persona esquiva, aparentemente fría y despegada, de Chumy Chúmez.
El Madrid fue un periódico al que se acercaron gentes muy diversas, como los pájaros van al árbol que aparece en el paisaje. Cuantos allí nos juntamos creíamos que valía la pena aprovechar las nuevas circunstancias de apertura informativa y Chumy se sumó al empeño con entusiasmo. Su rico retablo de campesinos, gordos con chistera, señoritos a caballo, obreros, tecnócratas, soldados norteamericanos con Vietnam al fondo, jóvenes airados, trabajadores con pancarta, automovilistas varados y la Muerte, asomándose con su paciencia y su guadaña, se convirtieron en el editorial más breve y directo de aquella Página 3, que acabaría silenciada con el cierre total del periódico a finales de 1971.
Después, Chumy continuó en “Triunfo” y fundó “Hermano Lobo”, e hizo otras muchas cosas, y salió en la televisión y publicó en casi todas partes, y se casó con una china norteamericana y tuvo un hijo, y cambió Málaga por Soria. Pero la huella del Diario Madrid fue profunda. Tanta, que en una de las últimas visitas que le hice al Hospital, en abril de 2003, cuando ya nos estaba diciendo adiós a ojos vistas, al pedirnos un periódico y llevarle uno cualquiera, comentó: “Pero, ¿qué periódico es este? Traedme el Madrid”.
En el Madrid final, tarde a tarde, Chumy acompasó sus trazos de tinta china a lo que estaba pasando en el mundo y en España. Chumy, que se envolvía en ironía y aparente escepticismo, era un creyente fervoroso en muchas cosas. Creía en el hombre, en la condición humana, en la posibilidad de redención, en la capacidad de las personas para el entendimiento y en la legítima búsqueda de la felicidad. Y denunciaba las injusticias, los abusos, la pobreza, la insolente distancia que separa a indefensos de poderosos, las amenazas crecientes a la libertad (el Madrid sufrió diversos expedientes y, tras un cierre de cuatro meses, la cancelación definitiva), la hipocresía y tantas cosas que eran tan evidentes, y todavía lo son, en la vida española.
Porque sus dibujos estaban pegados a la actualidad, pero, como los aviones después de deslizarse por la pista, subían de pronto a un cielo despejado y pasaban de la anécdota a la categoría. El chiste de Chumy se comentaba, se recortaba, se vigilaba. Bajo esas chisteras anacrónicas estaba una clase dirigente que no se resignaba a perder influencia y bajo la piedra que agobiaba al sufrido productor, como llamaba la propaganda oficial a los obreros, se adivinaba la posibilidad de que, cuando se juntaran las voces en un sindicato, el granito podría transformarse en munición para ser lanzada contra el caballo del señorito.
Pero todo ello sin grandilocuencia, con ironía, con ese escalofrío de melancolía que es el humor. Sabiendo que no es fácil cambiar las cosas en España. Porque, como decía un colegial a otro en una de sus viñetas, “si no fuese porque piden fechas, la historia de España sería facilísima, porque es siempre lo mismo”.
Recuerdo uno de sus dibujos, publicado algún día de aquel sombrío noviembre de 1971 en que se barruntaba el cierre del periódico. Un funámbulo avanza con el balancín sobre el vacío y dice: “Dios mío, que siga no faltándome la cuerda”. Chumy no le temía a la cuerda ni a la necesidad de hacer equilibrios. Era un artista que no encajaba.