Altezas, señoras, señores,
Muchas gracias por estar aquí, y disculpen que les inflija una perorata.
Yo no quería ser periodista. Quería ser veterinario. Pero ya ven. Con el tiempo he descubierto que me interesan más las personas que los animales.
El periodismo proporciona al ciudadano la información que necesita para ser libre y capaz de gobernarse por sí mismo. Esto lo dijo aquí mismo, hace un par de años, Soledad Gallego-Díaz, una periodista a la que admiro profundamente. Y una de las mejores jefas que he tenido. Sabemos, pues, para qué sirve el periodismo. A mí me gustaría hablar de cómo funciona.
Hasta ahora, el periodismo ha sido cosa de los periódicos. El periódico es un vehículo del periodismo, pero es también mucho más.
Es, para empezar, un dique ante la confusión de la realidad cotidiana. Imaginen el acontecimiento más atroz, uno de esos hechos que encogen el ánimo a toda una sociedad. Y ahora imaginen la portada de un periódico, con la noticia de ese atroz acontecimiento: ahí está, con su tamaño de siempre, su cabecera, su precio. Los titulares pueden ser enormes, pero el acontecimiento cabe ahí, en ese espacio relativamente reducido. Lo vemos ordenado, hasta cierto punto explicado. Se nos presenta como algo que podemos asumir. Antes de informarnos, el periódico nos ha tranquilizado.
Abramos el periódico. Podremos leer sobre eso terrible (o maravilloso, que eso a veces también sucede) acontecido la víspera. Pero también leeremos sobre otras cosas. Habrá deportes, habrá sucesos locales, habrá noticias sobre la comedia y la tragedia que componen eso que llamamos actualidad. Habrá, en fin, una serie de yuxtaposiciones que componen un relato. Ese relato da sentido a algo que generalmente no lo tiene: el devenir del mundo. Es decir, la Historia. Además de informarnos, nos ha dado perspectiva: por grave que sea la situación, la humanidad sigue su curso. Después de todo esto, el viejo periódico sirve para envolver algo o para limpiar los cristales del coche. Era, aún sigue siendo, un artefacto muy útil.
El periódico de papel, sin embargo, parece condenado a asumir una posición marginal. Ya no necesitamos ceñirnos a su espacio limitado, a su periodicidad fija, a su costoso transporte. Existen nuevos medios más rápidos, más eficientes, infinitamente mejores desde todos los puntos de vista.
Los nuevos medios, atisbados ya desde hace tiempo con la radio y la televisión, implican una explosión espacio-temporal. Aquel artefacto concreto que nos tranquilizaba y nos daba perspectiva, además de informarnos, deja paso a un torrente de noticias y comentarios que fluye sin cesar y en todas direcciones. Cada ciudadano podrá elegir aquello que le interese, cuando le interese.
Aún no sabemos cómo funciona el periodismo en esta nueva etapa. Porque el orden de las cosas, eso que imponían los antiguos límites físicos, desaparece. Y el orden tiene su importancia: una noticia aislada puede parecernos importante por sí sola, pero escasamente relevante cuando la comparamos con otra. La fragmentación, la posibilidad de que el ciudadano elija dentro de un menú prácticamente ilimitado, favorece la libertad individual. Pero rompe la ilusión del relato coherente. Y puede erosionar la cohesión de toda una sociedad. Eugenio Scalfari ha dicho que los periodistas son gente que explica a la gente lo que le pasa a la gente. Si subdividimos la “gente” de Scalfari en grupos sociales, étnicos, profesionales o de edad; si seguimos subdividiendo hasta llegar al individuo, acabamos cargándonos la definición del pobre Scalfari, posiblemente nos cargamos el periodismo (que, recordemos, es el relato de la historia del mundo hasta el día de hoy) y tal vez ponemos en peligro el tipo de compromiso social que ha hecho posible los sistemas democráticos.
Convendría evitar eso. Convendría evitar que el periodismo se convirtiera en millones de voces inconexas gritando al oído de millones de ciudadanos inconexos.
Nunca me ha parecido que el periodismo fuera cosa de individuos. Lo hacen las personas, por supuesto, pero sólo funciona de forma colectiva. La desagregación impulsada por las fuerzas económicas y tecnológicas debe ser compensada por la cooperación profesional y el sentido de pertenencia común a un mismo relato, a unos mismos valores básicos.
Esta noche, un grupo de compañeros me ha dado un premio. Lo considero un gesto de inmerecida benevolencia y lo agradezco infinitamente. En ningún caso lo considero un premio que recibo sólo yo. Lo reciben conmigo quienes me han enseñado lo que pueda saber del oficio –empezando por mi padre, que está allí-, a quienes he visto trabajar con humildad y a veces sin reconocimiento, a quienes se han mantenido honestos pese a las tentaciones y las presiones; a quienes han rehuido hacer espectáculo de la información o de sí mismos, a quienes se han mantenido al margen del sectarismo y de los prejuicios ideológicos, a cientos de compañeros a los que intento imitar cada día.
Nuestro oficio sólo es útil si está bien hecho. Y sólo está bien hecho si se asume como un trabajo colectivo y responsable. No va a desaparecer. Va a convertirse en lo que nosotros queramos que sea.
Muchas gracias.