Estados de ánimo, por Felipe González

Intervención de Felipe González durante el XV Foro Eurolatinoamericano de Comunicación

Embajador extraordinario y plenipotenciario de España para las celebraciones del bicentenario de la independencia de América. Nunca tuve una tarjeta de presentación con un título más largo que éste. En mi currículum es un cambio copernicano. Lo que voy a hacer es provocar el debate. Creo que es mucho más interesante que realizar un análisis.

Ando con varios sombreros, el europeo y otro más, como ciudadano del mundo, que me permiten ir por una parte y por otra. Con los dos sombreros trato de colaborar en un trabajo que consiste en ver qué perspectivas existen, en un horizonte de diez o veinte años, para las dos regiones del mundo de las que me siento parte. Ni siquiera voy a hablar de la perspectiva europea para América Latina, pues siento que pertenezco a esas dos realidades.

Hay dos maneras de enfocar estos doscientos años de independencia. Una es volver la vista atrás y perder el horizonte de para dónde vamos; otra es olvidar completamente lo del pasado y perder perspectiva de futuro. Pueden ocurrir ambas cosas. La historia funciona como una mochila que uno lleva pegada a la espalda. Conviene no olvidarla porque nos condiciona. Yo creo que en España nosotros aún somos dependientes del motín de Esquilache, por decir algo. Es aconsejable no olvidar nuestra propia historia pero resulta vital, fundamental, no creerse que cuando uno llega al poder reinventa el país, que todo lo que pasó antes fue inútil y que lo que uno va a hacer será nuevo.

¿Cómo adoptar una actitud de verdad operativa y de servicio a los ciudadanos? Estamos en un momento de crisis global, de punto de inflexión en esta nueva realidad, que nace con la caída del muro de Berlín y el impacto de la revolución tecnológica, hechos alteradores de las relaciones mundiales de poder. ¿Cómo abordar eso? Para no olvidar el pasado conviene tener en cuenta el retrovisor, pero para no convertirse en prisionero del pasado conviene no ser una típica estatua de sal, que sólo mira hacia atrás e ignora la potencialidad y las posibilidades del porvenir.

Para situar Europa y América Latina uno puede ver el mundo haciendo una evaluación de los estados de ánimo que se observan. En Asia, incluido Vietnam, que tiene una terrible historia reciente, es muy posible que los responsables políticos o empresariales vietnamitas, en un seminario de un día, no dediquen más de diez minutos, porque se impacientan, a hablar de lo que pasó. A pesar de que fue antes de ayer, porque todavía les sangran las heridas. Pero lo que les interesa es trabajar sobre las posibilidades que tienen hoy y mañana. Están volcados hacia el futuro. El estado de ánimo de Asia, China e India nace de la convicción, muy generalizada, de que lo que pasó es peor que lo que tienen por delante, y están dispuestos a ganarlo. La magia de esta descripción de los estados de ánimo es que además van a ganar. Eso está clarísimo.

Asia está en un proceso ascendente, lleno de contradicciones. En China es imposible hablar de política en el sentido en que aquí lo hacemos. Cualquiera le dice ahora a un chino que hay que recordar la guerra del opio; o a un hindú cuáles han sido las consecuencias de la ocupación británica, o a un vietnamita que por qué no se repasa la guerra, pues aún hay alguno que tal vez no haya aparecido. Esto no está en su debate. Lo que sí forma parte de sus discusiones es qué estamos dispuestos a hacer, cómo podemos hacerlo y de qué manera vamos a ganarlo; con ninguna nostalgia, en el sentido más psicológico y con el mínimo de reproche sobre el pasado vamos a construir el futuro que es nuestro. Punto número uno.

Cuando uno hace eso en Europa ocurre una cosa peculiar. El subconsciente colectivo de Europa cree que el pasado es mejor que el presente y lo que tenemos por delante. Y me refiero al pasado exitoso después de la Segunda Guerra Mundial, no hablo de las dos Guerras Mundiales. Esa convicción se acompaña de la creencia de que el futuro no va a ser mejor que el pasado. Lo consideran algo inexorable. Pero además hay un elemento añadido, que los franceses llaman la malaise, y es que no saben cuál va a ser el futuro. No son capaces de situarse en una posición ordenada para ganar el futuro. Por tanto hay una situación de desasosiego e incertidumbre acompañada de repliegues nacionales, cuando más necesario es un espacio público compartido y una presencia regional en el mundo, que se simbolizaría en un solo hecho. Nuestra presencia como europeos en el G-20 sería mucho más poderosa si hubiera un representante para todos en vez de ocho. Pero se interpreta al revés: mientras más representados estamos más fuertes nos sentimos. Eso es radicalmente falso. Es lo contrario a la tendencia de la nueva configuración de las relaciones mundiales, que no van a pasar por el G-2 –no le interesa a Estados Unidos y dudo que le interese a China–. En esta nueva configuración Europa tendrá algún peso si está representada como Unión Europea y no si hay ocho representantes, más el responsable de la Comisión, más el nuevo presidente de Europa, más no sé qué. Esto genera una terrible confusión y no permite que Europa hable con los chinos o con Obama con una sola voz que represente a quinientos millones de europeos. A parte de los problemas de fondo de Europa, que son muy serios.

En el conjunto de América Latina se da una situación peculiar. Hay una clara excepción que es Brasil, que por primera vez está uniendo el futuro, que parece ser que será esplendoroso, con un presente torturado y difícil. Siempre se hablaba de esa disociación. Brasil es un país con un gran futuro al que nunca alcanzaba el presente y eso se acabó: ahora presente y futuro siguen una línea de continuidad. Y Brasil se está convirtiendo en un país que confía en su presente y en su futuro. En ese sentido tendría un comportamiento asiático. No pierden mucho tiempo, ni Lula ni antes Cardoso, en pensar que llegaron al poder e inventaron Brasil, sino que se lo echan a la espalda e intentan mejorar el país que tienen, con esa mochila histórica. No pierden tiempo en rascarse heridas antiguas ni en buscar responsabilidades pasadas. Están en una dinámica que a mi juicio es exitosa.

Estamos hablando de los bicentenarios pero yo no quiero comentar el pasado sino definir cuáles son los estados de ánimo en el resto de América Latina, con la excepción de un país tan institucionalizado y ahora en pleno proceso electoral como Chile, y con pocas salvedades más. En el resto, el peso de la historia se amontona de tal forma que la única manera que parece que hay de resolverlo es recreando repúblicas o relamiéndose las heridas.

No hay un debate operativo, prospectivo, con áreas de consenso de fuerzas políticas fundamentales. No digo que eso tenga que formalizarse porque en Brasil se haya producido. Imaginemos que allí gana las próximas elecciones la gente de Lula o la de Cardoso, por expresarlo en términos que no sean nominales; el país no va a cambiar su trayectoria básica, aunque sí que podrá aplicar más énfasis en una u otra acción.

Nos situamos en la otra parte del subcontinente y llegamos a México. Hemos vivido las últimas elecciones en términos de que si gana uno u otro candidato el país cambiará radicalmente de rumbo y no se sabrá hacia dónde. En realidad la sensación es de una cierta parálisis que no permite el avance. Por tanto, el estado de ánimo de América Latina es diverso, pero no se puede decir que sea positivo.

América Latina ha estado en la reunión del G-20. Hablo del G-20 aunque forme parte de los organismos espurios, sin respaldo internacional, pero que representan la única manera de operar razonablemente para enfrentar la nueva realidad. Frente al unilateralismo de Estados Unidos, el multilateralismo puro de 190 actores no sería operativo para abordar la crisis y definir el futuro. Por tanto, se reconoce que el G-8, o el G-7+1, no sirve para abordar la nueva realidad y se empieza a legitimar de facto un escenario como el G-20. En el G-20 América Latina está representada por tres países: México, Brasil y Argentina. No quiero decirles los porcentajes de PIB y de población que eso supone, ya que tampoco es significativo; y es que los grandes no pueden desconocer a los medianos y a los pequeños, aunque tengan un porcentaje más grande en un producto bruto. Pero estos tres países no han representado a América Latina sino cada uno a sí mismo. Y no ha habido un trabajo previo, que podría haber sido mucho más operativo para los procesos de integración que todos los discursos que se quiera uno inventar, bolivarianos o no. No ha existido un trabajo anterior a la reunión para decir: ésta es la posición de América Latina y los tres que venimos aquí estamos de acuerdo en qué hacer frente al escenario mundial de crisis. Respecto a las perspectivas de salida, financiera y económica, América Latina mantiene esta posición. No lo ha habido entre los tres, pero mucho menos en el ámbito de la infinidad de reuniones regionales y globales que se tienen. No se ha acordado previamente una posición única. América Latina constituye el 10% aproximadamente del producto bruto mundial y tiene una representación del 15% en el G-20. Por tanto, no ocupa una mala posición, teniendo en cuenta que no es una región integrada como Europa.

Pero siguiendo con los estados de ánimo, América Latina mira más hacia el pasado que hacia el futuro. Y cuando mira hacia el futuro lo hace en términos que estamos viendo cada día, y que a mí siempre me inquietan: llega alguien al poder, sea quien sea, y tiene una actitud adanista. Lo que existía hasta ahora no les sirve o si sirvió alguna vez era para estorbar, así que decide reinventar todo. En el tiempo que se produce la reinversión se pierden a veces décadas para construir el futuro.

Después hay otros epifenómenos curiosos. Nunca ha habido más discursos integracionistas acumulados y menos pasos hacia cualquier forma de integración subregional o regional. Incluso los procesos exitosos como los del Mercosur se atascan por razones obvias. Por cierto, qué buena oportunidad hay el próximo semestre para llegar a un acuerdo que ya está relativamente maduro entre la Unión Europea y el Mercosur, con la ayuda de España y de Portugal. Ahora además Brasil también está interesado, por tanto sería una buena ocasión. Pero los procesos de integración son contradictorios. Abundan los discursos ideologizados de integración y las prácticas de rebrotes nacionalistas, incluso de armamentismo, para defenderse no se sabe de qué, pero la carrera del armamento está avanzada. Eso, desde el punto de vista del desarrollo, tendrá sus consecuencias.

Yo me inclino más porque haya acciones de integración, y lo digo con frases que se puedan entender: integra mucho más una carretera que comunique cuatro países y facilite las relaciones comerciales que veinte discursos ideológicos. No le doy la razón ni a los de una ni a los de otra ideología, me da igual. Integra mucho más un gaseoducto que una Centroamérica con Venezuela que no sé cuántas peroratas; o una homologación de normas comerciales que no sé cuántos propósitos discursivos e ideológicos.

Lo que me preocupa es si realmente aprovecharemos esta conmemoración –y hablo en primera persona del plural porque me siento concernido, no por contagio del Papa– para decir qué estamos dispuestos a hacer de verdad por la generación del bicentenario. Es decir, los próximos diez o veinte años.

Yo participo en algunos foros íntimos de discusión sobre eso, y el Estado tiene problemas de obsolescencia, en general, en la república latinoamericana; de ineficiencia, de imprevisibilidad, de falta de transparencia. Eso se llama exceso de discrecionalidad. Como realmente admiro tanto la discrecionalidad y tan poco la arbitrariedad, vamos a cuidar el lenguaje. Porque el problema no es la discrecionalidad. No hay ni un solo gobierno ni una sola empresa en el mundo que no tenga que aplicar la norma con criterios de discrecionalidad. Lo que se debe evitar es la arbitrariedad, si no gobernarían las computadoras. Un margen de discrecionalidad es imprescindible. Lo que hay que evitar es la imprevisibilidad en el proceso de toma de decisiones y la falta de transparencia.

Por tanto, aquí hay una reforma pendiente, pues los Estados van perdiendo cada vez más credibilidad entre los ciudadanos en todas partes: los consideran ineficientes, poco transparentes y previsibles en el proceso de toma de decisiones.

Punto número dos. En algún momento tendremos que ponernos de acuerdo para que el desarrollo económico sea incluyente y exitoso; no hablo en términos morales, no quiero caer en el discurso típico, sino de crecer, y crecer con equidad. Crecimiento: problema técnico; equidad: problema moral. Me refiero a crecer con redistribución del ingreso. Es más exitoso que crecer y después preocuparse de si hay desigualdad o pobreza. Me parece muy noble, pero si el modelo de crecimiento se basa en redistribuir el ingreso será más fuerte y más eficaz.

Tercera cuestión. América Latina tiene un bono demográfico extraordinario, que puede proporcionarle el capital humano, si se prepara bien, como variable estratégica fundamental para ganar la batalla de los próximos diez o veinte años, pero se está descuidando. Hay una inadecuación tan seria con otros niveles como la que tenemos en el sistema educativo europeo –excluyendo a los nórdicos, si quieren– respecto al ibérico. La formación de capital humano –que a veces es un término que no gusta, pero da igual– respecto a los que compartimos la cultura es tan inadecuada o tan contradictoria con los objetivos de inserción en la sociedad global y del conocimiento, que esa variable estratégica, que abunda en América Latina y que escasea cada vez más en Europa, no está cuidada. Y la formación de capital físico, es decir, la regulación de infraestructuras de todo tipo, en América Latina estará al 20% respecto a los países desarrollados. Son cuellos de botella fundamentales para que América Latina consiga un crecimiento potencial del 5% o el 6%, como los demás. Pero si no hay infraestructuras para las relaciones, el comercio, la economía o la inversión no va a haber posibilidades.

Hay que cambiar el Estado y ofrecer seguridad física y jurídica a los ciudadanos (desde fuera se dice que parece que únicamente se protege la inversión extranjera), trabajar en la previsibilidad y la eficacia y mejorar el capital humano. Además se debe adoptar un modelo económico que no incremente las desigualdades incluso cuando tiene éxito. Los cinco años de crecimiento han contribuido a disminuir la pobreza, no la desigualdad sino la pobreza, lo que sin duda es importante. Pero si se quiere tener un modelo que sea convergente, desde el punto de vista de un mayor grado de igualdad, hay que mejorar el capital físico.

¿Realmente esto es ideológico? ¿Puede representar una posición contradictoria de caudillismo, de ideología de izquierda o de derecha? No. Ésta es un área de consenso y son este tipo de zonas de acuerdo las que han hecho fuertes a los países, sacándolos de eso que se llama país emergente y convirtiéndolos en países centrales o desarrollados. Ningún país que haya dejado de hacer esto se puede considerar desarrollado. América Latina tiene por delante –y no por detrás– todas las posibilidades de hacerlo y debe cambiar algo fundamental, que es el estado de ánimo. Ha de creer que el futuro les pertenece y que lo pueden construir con confianza con el otro actor, Estados Unidos.

Estamos todos celebrando el fin del unilateralismo de Estados Unidos pero Zelaya se dirige a Obama, ni a la OEA (Organización de los Estados Americanos), ni a Naciones Unidas, cuando dice que no acepta ese pacto. Es decir, que sea unilateral pero en la dirección que a mí me conviene. El unilateralismo de antes no me gustaba, quiero multilateralismo pero en el fondo lo que me conviene es que sea usted unilateral, si eso va a resolver mis problemas. No quieren corresponsabilizarse en serio en ese multilateralismo que se tendría que articular. Habría mucho que decir sobre eso.

Literariamente es muy bonito hablar del G-2 porque se reúne Obama con el presidente chino y no hay cumbre de Copenhague. Sí va a haber cumbre en Dinamarca, pero el 57% del CO2 del mundo lo están emitiendo Estados Unidos y China. Si ésos dicen que no van a firmar un compromiso el resto nos podemos arreglar, pero es evidente que ese acuerdo no va a ser operativo. Créanme: no veo a Estados Unidos eligiendo como interlocutor para todo a China. Claro que va a ser un socio preferente; es el banquero de Estados Unidos, como decía Hillary en su visita previa. Le preguntaba la prensa que por qué no planteaba los problemas de los derechos humanos y del Tíbet al dirigente chino. Y ella, con una sonrisa comprensible, les respondía: ¿cómo trataría usted a su banquero? ¿Lo insultaría o le metería el dedo en el ojo? Además el banquero también trata bien al deudor, porque lo peor que hay en este mundo es tener poco o deber poco. Si tienes mucho o debes mucho en ambos casos te cuidan. Pero si tienes o debes poco estás jodido, no te cuida nadie, te menosprecian.

Estados Unidos debe mucho y su acreedor principal, China, le cuida, no vaya a ser que se estropee el dólar y no se pueda devolver todo ese dinero que se le debe a China. Es necesario que le vaya bien a Estados Unidos, si no ¿cómo va China a recuperar su dinero? Van a arreglar el conflicto de Corea y algunos problemas relacionados con Irán que tienen que ver con el Consejo de Seguridad, o al menos van a intentarlo. Pero ¿por qué Estados Unidos tendría como socio exclusivo para enfrentar problemas mundiales a China? ¿Por qué hacerle el favor de ser el interlocutor de la desaparecida Guerra Fría? No lo van a hacer aunque literariamente sea bonito. Intentando que su política exterior sea multilateral van a tener que optar, probablemente, por lo que llamamos en Europa una geometría variable: elegir socios confiables para resolver conflictos serios allá donde se planteen, cuando un solo país no pueda.

Ésta es la situación. Me resulta ya penoso repetir que América Latina está llena de potencialidad. Por primera vez no provocó y ha superado mejor esta crisis financiera y económica –en un ámbito regional– que otras partes del planeta, como Estados Unidos o Europa. Por tanto, está en una situación relativamente mejor. Y esto de «relativamente mejor» me lleva a hacer una referencia a mi paisano con la que termino: «Compadre, ¿cómo está tu mujer?», y el otro responde, «¿comparada con quién?». Pues es lo mismo: ¿cómo está América Latina? ¿Comparada con quién? Y es que cuando hacemos esa comparación vemos que está relativamente bien. Lo que faltan son elementos de consenso nacional y de integración no discursiva sino práctica a nivel regional, para que el comercio interregional, entre los países latinoamericanos, crezca, pues es sólo del 6%. En Europa constituye 73% del comercio.

Intervención de Felipe González durante el XV Foro Eurolatinoamericano de Comunicación

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