Discurso de Francisco Darío Villanueva en la entrega del XII Premio de Periodismo «Francisco Cerecedo»

Discurso de Francisco Darío Villanueva en el XII Premio "Cerecedo"

Filólogo es aquel que, etimológicamente, ama la palabra, y la palabra es un instrumento fundamental de comunicación. Existen varios sistemas comunicativos, pero no cabe duda de que el más eficaz de todos ellos es el que tiene su raíz e instrumento en el verbo, siendo el medio periodístico el que, incluso en la era de las nuevas tecnologías, sigue aprovechando al máximo todas las potencialidades expresivas de la palabra hablada o escrita.

«Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», dejó dicho el filósofo para que lo citásemos en ocasión como esta y a propósito de hombres como Francisco Cerecedo. Pocos como él estuvieron abiertos a la comprensión del universo entero y de sus tercas, tiernas o amargas realidades, y consiguieron hacerlo poniendo en juego con tanto genio todos los recursos que el lenguaje podía prestarles. Por ello, sus compañeros de profesión lo recuerdan mediante un premio que une su nombre, año tras año, al de otro periodista de raza como él lo fue.

Admiro a Francisco Umbral desde siempre, y lo considero un ejemplo extraordinario de maridaje periodístico entre lirismo y desgarro. Muchas de sus columnas diarias son verdaderos poemas de la cotidianeidad, que suscitan una imborrable emoción estética incluso entre los lectores más ajenos al arte de la palabra escrita. Por ello, Umbral es desde las páginas de los diarios un gran proselitista de la literatura, a la que sirve, además, con sus incontables libros, donde el acierto expresivo, la intención punzante y la intensidad revelan a cada paso el oficio y la dedicación primera del escritor, esto es, la más genuinamente periodística.

Entre aquellos dos polos, el de la realidad y el de la palabra, el periodismo tiende múltiples eslabones y facilita otras tantas modalidades de expresión, desde la crónica urgente al ensayo de pensamiento, desde el relato escueto al diálogo transcrito, desde la explicación del suceso al verdadero poema en prosa.

Desde siempre se le ha reconocido al lenguaje escrito un gran poder de veredicción. En El Quijote se utiliza un argumento que viene al caso. Cuando se habla de lo inverosímil de los libros de caballería, se dice que es imposible que sean mendaces porque están impresos, publicados y todo ello con la venia de la autoridad. Así lo argumenta el ventero Juan Palomeque (I, 32) ante el cura del poblachón manchego: «¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del consejo real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta y tantas batallas y tantos encantamientos que quitan el juicio!». El poder de veredicción de la letra impresa produce, efectivamente, una verdadera construcción verbal de la realidad, una sugestión realista, de la que con frecuencia participa la prensa. Es decir, que al diario le es dado representar no tanto un remedo de lo que en efecto fue o pudo haber sido, sino la profecía y prefiguración de una realidad que en cierto modo se induce a partir de lo que el periodista ha escrito, su director aceptado, y su medio difundido al gran público lector. Afortunadamente, en nuestras democracias la autoridad política ya no es quién para intervenir en este proceso, como ocurría entre nosotros en la época de Alonso Quijano, y hasta no hace mucho, en los años heroicos de Cuco Cerecedo. Por el contrario, el poder que el lenguaje y los medios de difundirlo masivamente ponen en la voz y la pluma de los periodistas es creciente.

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