Alteza, dignísimas autoridades, queridos amigos.
Estamos aquí esta noche, fervientes y relimpios, festejando a un conspirador. Francisco Cerecedo, conspirador y estilista, como Benvenutto Cellini, fue un joven y eterno conjurado del bien y la libertad. Para él, la libertad principiaba en Palestina y llegaba hasta el palacio madrileño de La Zarzuela, donde todavía vive con sus padres, como tantos jóvenes españoles, en el trance difícil de la edad y el trabajo, un príncipe de quien admiro sus silencios en silencio, y a quien no perdono que haya conseguido ser más alto que yo.
Gracias a aquel celta nocherniego, periodista y conspiratorio, ahora hay un poco más de paz y libertad en Palestina. Gracias a este príncipe joven y hermético la monarquía española ya no le parece al mundo una improvisación histórica porque su padre la sustanció en una noche de televisión y pistolas. Así como el rey Juan Carlos dicen que llevaba el pijama bajo el uniforme de Rey, cuando salió por la tele, así esta monarquía lleva debajo de su manto un democrático pijama y el mundo ha comprendido esa cosa tan nuestra de una monarquía socialista o un socialismo coronado, cuando el príncipe, hecho de silencio y estatura, encarna eso que el maestro Eugenio D’Ors llamó La Santa Continuidad. Y no teman, que no voy a hacer un discurso muy de derechas, sino a soltar cuatro palabras a la sombra de este príncipe que calla mucho porque mucho sabe. Si él no tuviera nada que decir, estaría hablando todo el rato, según es uso entre españoles.
Del incesto glorioso entre la monarquía y la libertad nació la república de las letras, como pasa siempre, y ahí es cuando entra Cuco Cerecedo por la causa de Galicia, de Argelia, de la democracia o de su novia. Unos cuantos escritores de periódico, yo diría que los más lúcidos, prosadores y gauchistes de España, han edificado luego la memoria del muerto, que se nos fue casi en acción de guerra, o al menos en viaje político. Antecesores míos en este premio, o jurados del mismo, son la tribu urbana más avanzada y caracterizada de la prensa nacional, y me condecora y alegra estar desde ahora entre ellos, porque, con el tiempo, uno va consistiendo sólo en sus amigos, siempre pocos, siempre verdaderos, siempre insólitos, porque la amistad es cimarrona y la amistad política es ya una entrañable conjura, aunque no precisamente republicana. Nunca los candelabros del Ritz alumbraron tanto rojo, tanto príncipe y tanto banquero ilustrado. En este premio sí que se ha conseguido la conjunción española y cervantina de las armas y las letras, las armas limpias de estos borbones y las letras golfas de mis amigos nuevos y viejos, empezando o terminando por las mías.
Aquí hay un príncipe, aquí hay un público, aquí hay unos escritores y unos políticos, aquí hay un caído al que festejamos anualmente por su periodismo y su conducta, por su ejemplo revolucionario y sonriente. Uno no es sino el decimal humano, la disculpa ocasional para festejar a Cuco y que se produzca este milagro, esta burbuja en que flotamos todos ahora mismo, y que es como la utopía de España ilustrada de espejos y candelabros. Este premio ha conseguido, con el fino instinto de Cándido, que es el Voltaire más sutil de esta Corte, una síntesis de lo que tenía que ser España cuando la inventamos en 1975, es decir, memoria de los mejores, escuela de los príncipes, hospicio de los literatos y democracia para todos y cultura para todos, porque la propiedad intelectual es un robo.
No somos un premio político porque todo nació de la amistad y la civil memoria de nuestros caídos, pero hemos o habéis logrado una síntesis política, literaria, monárquica, socialista, española, bancaria e ilustrada de la que nuestro príncipe podría y sabría arrancar hacia la sociedad que ya somos, pero en la que aún no estamos. En los grandes espejos del Ritz se sueña esta noche lo que ya es verdad en mucha España, y los camareros del hotel, mucho más europeos que nosotros, por razón de su oficio, saben que nos estamos comportando y que de esta cita tendrían algo que aprender los que se niegan a resolver nuestro país.
Francisco Cerecedo, Cuco, el conspirador más civilizado que yo he conocido nunca, prolonga así su herencia de ironía, tolerancia y sabiduría galaica. Seamos irónicos como nuestro amigo, misteriosos como nuestro príncipe, que misterioso y místico es una misma cosa, aprendamos de nuestros ministros a usar la pala de pescado y de nuestros escritores (jurado, premiados y amigos) a usar la pluma cotidiana e incesante por la justicia, la equidad y la paz, y mayormente por la crítica, que es la mayor salud de una democracia. La España europea que otros buscan por Europa, se cuaja aquí cada año, en el garito ilustre y cosmopolita del Ritz. Nosotros tenemos un príncipe y un mártir. Con mucho menos se hizo España.
Muchas gracias.