Muros, cordones sanitarios y matemáticas electorales, o cuando dos y dos nunca son cuatro

Alborozo y alivio se respiraban en las sedes electorales del Nuevo Frente Popular (NFP) y de Juntos (Ensemble), la alianza conformada por el presidente Emmanuel Macron, quién preconizó un “cordón sanitario” para impedir el ascenso al poder del Reagrupamiento Nacional (RN). Alivio también en la sede bruselense de las instituciones europeas, que podrían continuar así con la tradicional alianza de conservadores, socialdemócratas y liberales en la cada vez más complicada construcción y asentamiento de la Unión Europea. 

Pero, las elecciones francesas han puesto descarnadamente al descubierto que la polarización del país, al igual que en muchos otros de los Veintisiete que componen el conglomerado europeo, se está traduciendo en un sentimiento de progresiva frustración y hartazgo entre aquellos a los que el sistema electoral condena a la derrota, mientras comprueban unos resultados que matemáticamente les otorgan la victoria. 

No tardó ni un minuto Jean-Luc Mélenchon, líder de la extrema izquierda de La Francia Insumisa (LFI), en reclamar para el NFP el puesto de primer ministro.  Mosaico variopinto el de este Frente Popular, con socialistas, comunistas, ecologistas y trotskistas, que conforma el mayor bloque de diputados de la Asamblea Nacional, 182. Pueden llegar a los 195 si se les suman los 13 de la izquierda no alineada bajo las siglas del NFP. En total, algo más de 7 millones de votos, el 27% del total de sufragios emitidos, a razón, pues, de 48.000 por escaño. 

Quedó en segundo lugar el Ensemble, el bloque denominado presidencial, con 6,3 millones de votos, o sea el 23% del total, y 168 escaños. Y decepción en el RN, que “sólo” alcanzó los 9 millones de votos, 38% del censo para un más que raquítico e insuficiente volumen de 143 escaños, es decir a razón de 100.000 votos por escaño. 

El lema genérico de “levantar una barrera” contra la extrema derecha ignora deliberadamente que esa expresión genérica ha sido abrazada por más de un tercio de los franceses, que, además de la frustración personal, empiezan a albergar serias dudas respecto del sistema democrático, que obviamente no le otorga las mismas posibilidades de acceder legal y legítimamente al poder que a otras opciones. 

Desde que el sindicalista británico George Howell pronunciara por vez primera la expresión “un hombre, un voto” en el siglo XIX, aunque solo haya constancia fehaciente de haber sido esgrimida en el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1964 en el caso Reynolds versus Sim, las democracias han ido conformando distintos sistemas electorales que garantizaran mayorías estables, y, sobre todo, que el poder estuviera legítimamente en manos de las mayorías, eso sí, con respeto a las minorías. 

Sin embargo, los diversos ajustes realizados en cada país desembocan en notables y ostensibles desigualdades. Es paradigmático el caso español, donde las minorías nacionalistas gozan de un plus de representatividad de origen constitucional, pero, que, en la práctica, les ha convertido en la más poderosa fuerza política, hasta el punto de hacer depender la permanencia en el poder de Pedro Sánchez de tan sólo siete de sus votos. 

El mismo Reino Unido esgrime “inexactitudes” matemáticas cuando en las últimas elecciones concede al Reform UK de Nigel Farage tan solo 5 escaños por su 15% de votos, mientras que, a los Liberales Demócratas, con el 15% de los sufragios, les otorga 71 asientos en los Comunes. 

La acumulación de frustraciones de electores “engañados” va calando en el cuerpo electoral, hasta el punto de que los institutos de opinión observan un creciente y alarmante desapego a la democracia. El mismo CIS español ha detectado que uno de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 34 años “no considera que la democracia sea preferible a otras formas de gobierno”. 

Un desmentido en toda regla a la memorable frase de Churchill de que “la democracia es el peor sistema político, con exclusión de todos los demás”. La realidad que viven las nuevas generaciones es que esa democracia no les garantiza la resolución de sus problemas, al tiempo que observan que los sucesivos líderes políticos que les gobiernan se escaquean frente a los graves problemas generales y comunes al conjunto de la UE, o sea la inseguridad, la inmigración irregular y la identidad nacional, por ejemplo. Tres gigantescos elefantes en la habitación que fingen no ver, provocando sentimientos de impotencia en una gran mayoría de ciudadanos y de hastío y rabia en quienes, merced a muros y cordones sanitarios, están cada vez más convencidos de que, por los enjuagues o triquiñuelas electorales legales que sean, jamás les permitirán alcanzar el poder y poner en práctica, democráticamente, su programa. 

La moderación, el centrismo bien sopesado, eran garantía del necesario equilibrio para la estabilidad y progreso de la sociedad. No responder a esa expectativa, y mucho menos tomar partido abiertamente por el extremismo, aunque este tenga la bendecida etiqueta de la izquierda, abre el camino a una mayor polarización y a que la tentación de ahondar en el populismo y buscar soluciones alternativas a la impotencia termine por asentarse.   

La arriesgada jugada de Macron de convocar elecciones generales para tapar su fracaso en las europeas, doblada de su llamamiento a impedir el que se preveía triunfo arrollador del RN, ha desembocado en un bloqueo de la Asamblea Nacional, pero con un Frente Popular como formación más numerosa, encabezado por un partido radical, La Francia Insumisa, cuyo líder, en palabras del editorial de un periódico de izquierdas como Le Monde, “es directamente un peligro público”. 

Pasados los primeros momentos de alborozo, alivio, euforia y frustración, según entre qué y quiénes, parece claro que las matemáticas no son lo que eran, sobre todo cuando las manejan los políticos.

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