Publicado por Miguel Ángel Aguilar en El País el 15 de Diciembre de 2009
Decían aquellos neocons, que marcaban la línea de pensamiento obligatorio durante la presidencia de George W. Bush, que Estados Unidos era Marte y Europa era Venus. Pero el presidente Barack Obama, que acaba de recibir el premio Nobel de la Paz, mientras decidía el envío de 30.000 efectivos más a Afganistán ya ensayaba aproximaciones diplomáticas a ese y a los demás conflictos abiertos, en una línea que rebasa la mera estrategia militar. En cuanto a la Unión Europea, los años de espera consumidos hasta el advenimiento del Tratado de Lisboa este diciembre no han sido de parálisis sino de enseñanza para atender a la necesidad de desplegar con autonomía efectivos bajo su propia bandera, que contuvieran o apagaran incandescencias bélicas en medio mundo.
Porque nuestro compatriota Javier Solana, en los diez años que ha ejercido como Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, se inventó la Estrategia Europea de Seguridad (ESS), la cual a partir de 2003 proporcionó el marco para la Política de Seguridad y Defensa (PESD) y para las actuaciones en la gestión de crisis, el mantenimiento de la paz y las distintas misiones cumplidas. De forma que en mayo de 2009 la UE estaba implicada en 12 misiones -dos militares, dos cívico militares y ocho civiles- de Bosnia a Georgia, de Palestina a Afganistán, de Congo al Golfo de Adén.
De manera que la UE sostiene, conforme a la Convención Europea de los Derechos Humanos, que los Derechos Humanos deben ser universales y en sus relaciones exteriores se compromete a esforzarse por un mundo más justo, «libre del miedo y de la necesidad». En aras de esos objetivos, la UE financia 1.500 proyectos en unos 80 países mediante el Instrumento Europeo para la Democracia y los Derechos Humanos, con un presupuesto de 140 millones de euros anuales.
La Unión Europea siempre suscita las más severas críticas por sus insuficiencias o por sus extralimitaciones. Algunos querrían que se comportara con la coherencia de un Estado unitario y otros preferirían reducirla a una mera unión aduanera. Cuando se puso en marcha la Unión Económica y Monetaria y nació la moneda única, el euro, cundieron los pronósticos de que se trataba de una creación monstruosa que sería insostenible. Años después, la divisa europea compite ventajosamente y se afianza como referencia de los pagos internacionales y como moneda de reserva. La crisis en la que estamos inmersos es también una buena ocasión para reflexionar qué hubiera sido de algunas monedas soberanas si hubieran tenido que soportar determinados huracanes. Así que la aparente cesión de soberanía que representaba participar en el euro se ha trocado en una ganancia real. Algún observador ha señalado, por ejemplo, que la decisión de la retirada de las tropas españolas desplegadas en Irak, adoptada en 2004 por el presidente Zapatero, hubiera podido arrastrar consecuencias inaceptables para la peseta, mientras que guarecidos por el euro nada hubimos de temer.
Como sucede siempre cuando los países se asocian en aras de emprendimientos de mayor calado, la viabilidad del proyecto común queda en función de la lealtad de los socios. Esa es la línea a promover ahora que por fin la UE se ha dotado de un presidente permanente del Consejo Europeo, el anterior premier belga Herman Van Rompuy, y de una ministra de Asuntos Exteriores, Catherine Ashton, que dispondrá de recursos multiplicados por su condición añadida de vicepresidenta de la Comisión. Esta mañana el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, debía ser el primero en recibir la visita de Van Rompuy. Un encuentro fijado en vísperas de la presidencia española, correspondiente al primer semestre de 2010. Buen momento para concertar posiciones y acordar prioridades. También para descartar estériles pugnas por protagonismos inútiles.
Aquí la construcción europea ha suscitado siempre, incluso antes de nuestra incorporación a la UE hace casi 35 años, el consenso unánime de las fuerzas políticas y de la ciudadanía. España se ha ahorrado el euroescepticismo y algunos de sus gobiernos, como los de Felipe González, han sabido hacer planteamientos a escala de toda la UE que han resultado de máxima validez para nuestro país, desde los Fondos de Cohesión a la Ciudadanía europea. No hay salida nacionalista a los problemas actuales sin que esa realidad comporte el abandono de los estrictos intereses nacionales. En cuanto a la decisión de Van Rompuy de simplificar el funcionamiento del Consejo Europeo, de circunscribir la asistencia a los primeros ministros, de evitar la acumulación de asuntos coyunturales y de redactar conclusiones escuetas y legibles, confirma que emprende la senda adecuada. Veremos.