Artículo publicado en Atalayar el 30 de Mayo de 2021
Suiza comienza junio perdiendo uno de los muchos privilegios de los que gozaba en su relación con la Unión Europea: sus cotizados equipamientos médicos habrán de pasar por los mismos trámites arancelarios y autorizaciones burocráticas que si se tratara de un país tercero. Estas nuevas trabas le supondrán unas pérdidas anuales de unos 80 millones de francos a un sector que exporta a la UE el 46% de su producción, pero sobre todo introducirá una sensación nueva, la de un aislamiento que pueda extenderse a muchos otros sectores y cronificarse.
La opinión pública europea apenas ha tenido tiempo de darse cuenta de que, lejos de intensificar su relación bilateral y una mayor integración, Suiza ha decidido frenar ese proceso e incluso dar un portazo. En efecto, el pasado 26 de mayo concluían en un frío adiós siete años de negociaciones entre Bruselas y Berna para la conclusión de un acuerdo marco que consolidara y profundizara una relación de más de medio siglo. Ese es el tiempo transcurrido desde el Tratado de Libre Comercio, reforzado en 2001 con los acuerdos bilaterales UE-Suiza, considerados ya obsoletos por ambas partes, pero especialmente por Bruselas.
Con el fallido acuerdo marco se pretendía agrupar también a los más de 120 acuerdos que rigen las relaciones de numerosos sectores entre ambas partes, pero sobre todo permitir que la muy dinámica legislación comunitaria se aplicara automáticamente también a la Confederación Helvética, desde la política agrícola común a los requisitos y condiciones del comercio de material sanitario, pasando por las regulaciones presentes y futuras del sistema financiero o los derechos laborales. Y, por supuesto, con el Tribunal de Justicia Europeo como árbitro final para dirimir posibles conflictos.
En realidad, el borrador del fallido acuerdo marco estaba concluido desde 2018, pendiente de ratificación por la UE y la propia Suiza. Y fue precisamente en el Parlamento helvético en donde se produjeron intensos debates que ponían en cuestión la pertinencia de aprobar el citado borrador. Tres han sido finalmente “las diferencias sustanciales” argüidas por Berna para cancelar definitivamente las negociaciones: la protección salarial, las reglas sobre las ayudas estatales y el acceso de los ciudadanos de la UE a los beneficios de la seguridad social suiza.
Los conservadores de la Unión Democrática de Centro (UDC) han sido los más beligerantes, y en consecuencia los que más celebran el fracaso, al que califican de “victoria para la soberanía suiza y la democracia directa”. No es el parecer de los otros partidos principales del arco parlamentario, que estiman en conjunto que el país se sume en la incertidumbre de un progresivo aislamiento, que probablemente no sea tan espléndido como augura la UDC.
También se muestran satisfechos los sindicatos, preocupados especialmente por la protección de los elevados salarios nacionales frente a la que consideran inevitable competencia a corto plazo de los trabajadores de la UE. Sindicatos y un sector del Consejo Federal (Gobierno) suizo han sido completamente intransigentes en no aceptar las demandas de la UE de igualdad de derechos (seguridad social) de sus trabajadores con los propios suizos. A juicio del ministro de Relaciones Exteriores helvético, Ignazio Cassis, “ello habría supuesto un cambio de paradigma en la política migratoria suiza”.
Así las cosas, el Ejecutivo suizo aboga por asegurar la cooperación bilateral continuando con los acuerdos existentes, y propone “iniciar un diálogo político con la UE sobre una mayor cooperación”. No ve en cambio Bruselas la utilidad de ese nuevo diálogo una vez roto el anterior. Para los Veintisiete integrantes de la UE, Suiza goza de una relación excepcional que le permite el privilegio de exportar al mercado europeo sin control ni arancel alguno. Pero, al rechazar alinearse con “la modernización” de las propias regulaciones comunitarias, los viejos acuerdos UE-Suiza decaerán irremisiblemente.
La privilegiada Suiza está enclavada geográficamente en el corazón mismo de la UE, situación que a priori no le permite refugiarse en un completo aislamiento. De hecho, el país depende en más de un 50% del suministro eléctrico de los países comunitarios circundantes. Rechazar la progresiva legislación comunitaria al respecto equivale a que ese mercado deje de ser privilegiado, lo mismo que en muchos otros sectores.
La coincidencia durante las fenecidas negociaciones con el tormentoso proceso del Brexit ha podido influir sin duda en el ánimo de al menos una parte del espectro político helvético, que quiso imitar la pretensión británica de escoger las ventajas de una relación privilegiada con la UE, sobre todo su acceso ilimitado a su mercado interior, pero rechazando los correspondientes y enojosos deberes y obligaciones comunes.
Habrán de observarse los impactos de esta ruptura, al menos en el corto plazo. Los intereses comunes son enormes, como lo demuestra que el 52% de las exportaciones y de las inversiones suizas va a la UE, que a su vez colma el 70% de las importaciones helvéticas. La libre circulación de personas, que la derecha populista quiso abolir por referéndum en 2020 pero fracasó, se mantiene de momento: casi medio millón de suizos trabajan en la UE mientras que 1,4 millones de ciudadanos europeos viven y trabajan en Suiza y otros 315.000 cruzan a diario la frontera para trabajar en Suiza y volver a dormir a Francia, Alemania, Italia o Austria. Demasiados intereses entrelazados para marginarlos de un plumazo.