Hay quien opina que el periodismo está en vías de extinción. No lo creo. Si este oficio ha aguantado desde Homero todas las barbaridades que se han perpetrado en el mundo, no se va a venir abajo ahora. Puede que cambien los soportes y las pautas profesionales; es probable que la gente deje de leer el periódico por hábito o costumbre, como lo hacemos nosotros. Pero si los habitantes del futuro continúan sintiendo la necesidad de estar informados, se acercarán cada mañana al quiosco o a la ventana de su ordenador, siempre que entonces queden periodistas como Enric González.
Lo que los lectores valoramos de sus crónicas o de sus columnas es precisamente lo que constituye la esencia del oficio: un punto de vista original y provocador, una escritura cuajada en la elegancia del matiz o del regate, una saludable dosis de escepticismo, la ironía necesaria para aguantar la jornada, cierta ternura y una tenacidad muy suya para cuestionar las verdades establecidas por todos los poderes, entre ellos los propios medios de comunicación, (incluido el que le paga).
Pese a la sobrecarga de opinión a la que estamos sometidos, o quizá precisamente por ella, es bueno tener un observatorio fiable para contemplar el espectáculo del mundo. El pulso de la información nace y muere cada día en las cumbres internacionales, en los grandes laboratorios, en los países en guerra, pero también en el metro o en el bar de la esquina, que es donde se cuaja la vida como Un asunto marginal.
Las noticias siempre se producen dentro de un marco. Pero el encuadre de la información sólo puede darlo un profesional, no un tipo con un teléfono móvil que casualmente pasaba por allí. Si perdemos esa referencia, nos vamos a pique. Una crónica, especialmente si la firma Enric González, es una buena manera de encajar piezas sueltas, lo cual evidentemente no sirve para arreglar el mundo, aunque lo hace más comprensible. El periodismo, igual que el Martini, exige principios, educación y criterio. Tiene reglas, pero soporta mal los tópicos. En el artículo con el que Enric inauguraba su sección dominical, escribió: “Un bebedor de Martini no se cree cualquier cosa que lee en el periódico”. Y convirtió esa divisa en una declaración de intenciones: “el Martini requiere criterio. El criterio requiere opinión. La opinión requiere reflexión. Y la reflexión requiere escepticismo”.
Por eso los periódicos necesitan más que nunca gente dispuesta a poner en cuestión las trabas de la democracia, el editorial del día anterior o el origen del Universo si fuera necesario, todo ello sin descomponer la figura, con la misma elegancia con la que uno se toma una copa.
En el caso del Martini, la proporción depende del gusto de cada cual. Contaba Enric en la citada columna que Luis Buñuel se limitaba a acercar a la coctelera una botella de vermut.
Pese a su odio a la información, este aragonés surrealista y salvaje dijo: “lo que más me gustaría después de muerto es poder salir del cementerio cada 10 años, ir aun quiosco, comprar el periódico, enterarme de lo que ha pasado en el mundo y volverme tranquilamente a la tumba”.
Pues bien, yo imagino a Cuco Cerecedo, flaco y con las botas llenas de polvo, como lo describen quienes tuvieron la fortuna de conocerle, regresando desde Beirut, Eritrea o el Kurdistán a su mesa del Gijón, para leer en el periódico los artículos de Enric González con la complicidad de los mejores del oficio, antes de volver a marcharse con las manos en los bolsillos a ese lugar a donde van cuando se despiden los viejos reporteros que nunca mueren.