Artículo publicado en El Debate de Hoy, el 24 de Junio de 2019
Sin el motor franco-alemán no existiría la Unión Europea. Pero, si ese motor no se alinea en el funcionamiento de sus engranajes, eso se traduce en la pérdida de empuje y relevancia de toda la UE en un contexto internacional que se está polarizando a marchas forzadas.
Una vez más, Europa muestra sus debilidades, incapaz de armar el sudoku de los altos cargos que presidirán sus instituciones: Comisión, Consejo Europeo, Parlamento, Alto Representante para la Política Exterior y Banco Central. Un mes después de celebradas las elecciones europeas, los líderes de las respectivas candidaturas, o sea, los nombres elegidos por las urnas, no tienen el respaldo de los 27 Gobiernos, excluido el Reino Unido, básicamente porque Francia y Alemania esgrimen intereses muy contrapuestos. Ni el presidente francés, Emmanuel Macron, acepta que el conservador alemán Manfred Weber sea quien presida el Ejecutivo comunitario, la Comisión, ni la canciller Angela Merkel se aviene a que ese puesto lo ocupe el francés Michel Barnier, jefe del equipo negociador europeo en las discusiones con el Reino Unido para el brexit.
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, uno de los más activos en las discusiones bilaterales o en grupos reducidos con sus homólogos europeos, había invocado “la necesidad de enviar un mensaje de estabilidad, de acuerdo, de certidumbre, a la opinión pública europea”. Obviamente, la falta precisamente de ese acuerdo manda el mensaje contrario, en especial en lo que concierne a lo que se denomina el sistema del Spitzenkandidaten, o sea, que el presidente de la Comisión sea uno de los cabezas de lista votados por los ciudadanos.
Aunque no se les ha arrumbado definitivamente, es evidente que el alemán Manfred Weber (PPE), ganador de las elecciones, el socialista holandés Leo Timmermans y la liberal danesa Margretha Vestager tienen muy pocas posibilidades de alzarse con el principal cargo de las instituciones comunitarias. La cumbre ha enconado más aún incluso los antagonismos, de forma que los populares europeos siguen apostando por Weber, entre otras razones “para demostrar que aquí no es Macron el que manda”, los socialistas siguen estimando que “su” Timmermans es el mejor candidato posible, mientras que a Vestager no se la ve como candidata final de consenso.
El socialista holandés, sin duda una de las cabezas mejor amuebladas de la UE, tiene además la oposición frontal de los países del Este, a los que no ha cesado de fustigar en la pasada legislatura en tanto que encargado de vigilar el respeto al Estado de derecho.
Del aplazamiento al fracaso del cambio climático
Así pues, los mismos jefes de Estado y de Gobierno se volverán a encontrar el próximo día 30 de junio, fecha supuestamente límite para que se pongan de acuerdo, toda vez que el día 2 de julio se constituye el propio Parlamento Europeo, cuyos eurodiputados elegirán presidente. Sería muy raro que a esta primera sesión de la legislatura no acudiera ya un candidato acordado por el Consejo para presidir la Comisión. Urge ese nombramiento, para que a su vez pueda iniciar el largo y laborioso proceso de formar su equipo de comisarios. Son tan enormes los desafíos que afronta la UE que dilatarlo no haría sino agravar las muchas incertidumbres.
A la nueva cita del día 30 en Bruselas los principales líderes acudirán recién acabada la cumbre del G-20 en Osaka, de donde se traerán, sin duda, nuevas y, sin duda, amenazadoras advertencias del jefe universal de jefes, o sea, el presidente norteamericano, Donald Trump, especialmente a propósito de la caldera hirviente de Oriente Medio y la guerra comercial con China.
En cuanto a uno de los capítulos en los que la UE aspiraba a convertirse en el líder y referente mundial, el cambio climático, su fracaso en acordar la fecha límite de 2050 como objetivo común de la neutralidad climática le asesta un mazazo brutal a sus pretensiones de encabezar la lucha por no sobrepasar 1,5 grados en el innegable calentamiento global del planeta.
España era uno de los impulsores de esta medida, que unía además a Francia, Holanda, Luxemburgo, Portugal, Finlandia, Suecia y Dinamarca. Frente a ellos, se ha alzado de modo inflexible el Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría y República Checa), del que solo se ha desmarcado Eslovaquia. Varsovia arguye que su economía descansa sobre el pilar del carbón; Budapest exige que la transición hacia la economía verde se base en la energía nuclear y Chequia pide la indefinición del límite de tiempo para esa transición energética.
En suma, con esta decepción se amplía la brecha europea Este-Oeste, que sigue teniendo en la cuestión de la inmigración y las fronteras exteriores de la Unión otro de sus puntos de choque más calientes.