Alemania cierra el grifo de las prestaciones sociales a los que no tienen trabajo, por Pedro González

Artículo publicado en Zoom News por Pedro González

Era el que faltaba. Después de que Dinamarca, Bélgica y el Reino Unido implantaran medidas restrictivas a la libre circulación y establecimiento de los ciudadanos europeos, ha llegado el premio gordo: Alemania ha decidido limitar el acceso a las prestaciones sociales de los inmigrantes comunitarios. La potencia líder de la Unión Europea, la locomotora del gran proyecto continental, asesta un golpe brutal a la principal seña de identidad del proyecto de construcción europea, justificándolo en la necesidad de preservar para sus propios nacionales los capítulos fundamentales del antaño universal Estado del bienestar.

Thomas de Maizière, ministro del Interior, y Andrea Nahles, titular de Trabajo, fueron los encargados de dar a conocer la decisión del Gobierno alemán de coalición demócrata cristiana-socialdemócrata, por la que se limita a un máximo de seis meses la percepción de las prestaciones sociales inherentes a todo ciudadano de la UE. Si en ese periodo el inmigrante no consigue un trabajo legal, remunerado y cotizante a la Seguridad Social, deberá regresar a su país de origen, o en todo caso dejará de recibir las prestaciones sociales: sanidad, desempleo, formación, ayudas por hijos y subvenciones al transporte, fundamentalmente.

Los principales destinatarios de tan drástica medida son los trabajadores rumanos y búlgaros, que desde el primer día de este 2014, tras un periodo de carencia de dos años, se han equiparado al resto de los ciudadanos comunitarios en cuanto a su derecho a circular e instalarse libremente en cualquiera de los Veintiocho países miembros de la UE. Es lo que los medios germanos califican de «inmigración de la pobreza», identificando ésta con los gitanos, etnia a la que asimilan a todos los inmigrantes sin trabajo o sin medios legales de subsistencia. Sin embargo, por el necesario carácter general de su aplicación, la disposición afectará a cualquiera de los inmigrantes europeos que se encuentre en parecida situación, esto es sin encontrar un trabajo con el que subvenir a sus propias necesidades de mantenimiento.

Los españoles podrían por lo tanto ser víctimas de las nuevas restricciones, aún cuando solo sean la séptima nacionalidad entre los 623.000 inmigrantes europeos que buscaron instalarse el pasado año en Alemania, en pos del futuro que no encontraban en su propio país. Polacos, rumanos, búlgaros, húngaros, italianos y griegos preceden a los españoles en su afán por encontrar una vida mejor en lo que consideraban hasta ahora la metrópoli de la nueva Europa.

El Gobierno de la canciller Angela Merkel justifica las nuevas limitaciones en que la legislación europea reconoce el derecho de residencia para los trabajadores, pero no de manera ilimitado. En efecto, la directiva de libre circulación reconoce el derecho a entrar y residir libremente en cualquier Estado miembro durante tres meses. Pero, a partir de ese momento cada Estado puede decidir y legislar a su conveniencia los requisitos para mantener esa estancia: exigir, por ejemplo, la certificación de un contrato de trabajo, la disposición de medios suficientes para automantenerse (rentas, pensiones, etc.), o bien la demostración, en el caso de los estudiantes, de que pueden cubrir sus gastos mensuales.

Alemania recurre así, como antes el Reino Unido, a contener los flujos migratorios mediante las limitaciones a las prestaciones sociales. La ausencia de cobertura sanitaria y social supone que el inmigrante sin la tarjeta en vigor de la Seguridad Social correspondiente se convierte en un paria, que se verá rechazado en las ventanillas sanitarias o sociofamiliares.

Hay un consenso general entre los gobiernos de los países que han implementado estas medidas en esgrimir «los abusos sociales» como pretexto para implantar las restricciones. Los ejemplos son múltiples, desde los que practican el denominado «turismo social» -España, por ejemplo, ha sufrido una avalancha de pacientes británicos que venían a operarse de cadera por el prestigio de sus hospitales-, hasta los que inscriben familias supernumerosas para percibir las generosas prestaciones por hijo, una práctica muy común entre no pocos inmigrantes musulmanes.

En el caso germano, las autoridades regionales y municipales van a controlar, mediante un número de identificación fiscal, los integrantes de cualquier familia con derecho a percibir el denominado Kindergeld, la subvención de 184 euros mensuales por cada hijo. Aunque parezca una medida improvisada, el Gobierno de Merkel no hace sino cumplir con el acuerdo programático con su ala bávara, los cristianosociales de la CSU liderada por Horst Seehofer, que había exigido a la canciller poner coto a la «insostenible presión de una inmigración salvaje», procedente del este y sur de Europa.

Como es obvio, es inevitable apelar al recuerdo de las pulsiones nacionalistas que han jalonado la historia de Europa, exacerbadas cada vez que la crisis económica asomaba en el horizonte. Hace ya un siglo que aquellos nacionalismos iniciaron la Gran Guerra, primer capítulo de una conflagración que se prolongaría a lo largo de todo el siglo XX, con episodios puntuales, dramáticos y sangrientos como la Guerra Civil en España.

En esta ocasión la tendencia al proteccionismo vuelve a imponerse a la lógica de un mundo en el que por fuerza las barreras son más artificiales e inútiles que nunca. Pero la punta propagandística vuelve a tomar una cierta delantera. Ahí está el contundente resultado cosechado en la primera vuelta de las elecciones municipales de Francia por la lideresa del Frente Nacional, Marine Le Pen, que en entrevista al diario El Mundo muestra como mágica receta para solucionar el grave problema de los asaltos continuados a la valla de Melilla «la eliminación de las prestaciones sanitarias a los inmigrantes ilegales».

Las declaraciones de la que ya se ha erigido como tercera fuerza política francesa coinciden con la publicación de los últimos datos del paro: 32.400 desempleados más en febrero, que establecen un record de 3.608.700 personas, aunque el número de quienes figuran inscritos en las oficinas de empleo es aún más dramático: 5.236.300 demandantes de un puesto de trabajo. Cifras que obviamente alimentan el sentimiento de que el extranjero, aunque sea europeo, es un adversario, cuya competencia hay que impedirle en la búsqueda tanto de un empleo como de las prestaciones sociosanitarias.

La construcción europea, a menos de dos meses de unas elecciones legislativas que se antojan decisivas, recibe así un zarpazo que la deja bastante malherida.

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