Publicado en Foreign Policy el 29 de agosto de 2011
Con una mayoría de dos tercios en el Parlamento de Budapest se puede hacer casi todo: poner en marcha una llamada “revolución conservadora”, diseñar un nuevo país a medida ignorando cualquier crítica del exterior, elaborar una nueva Constitución sin tener en cuenta a los desunidos y deprimidos partidos de la oposición y que sólo podrá ser cambiada por un partido con mayoría de dos tercios en el Parlamento, acogotar a los medios de comunicación, procesar a ex primeros ministros, apropiarse de los fondos de pensiones privados para sanear las finanzas públicas, crear campamentos de trabajo forzoso para parados, desmantelar todas las instituciones del país colocando al frente sólo y exclusivamente a personas del propio partido que cumplen diligentemente las órdenes de la Central…
Todo esto está ocurriendo en Hungría desde que en abril de 2010 Viktor Orban, líder de partido conservador Fidesz (Unión de los Jóvenes Demócratas), ganó las elecciones generales .Y lo hizo de manera contundente: los ciudadanos estaban cansados de ocho años de gobiernos socialistas en los que no faltaron los escándalos de corrupción y durante los cuales el país estuvo incluso al borde de la bancarrota. Con un respaldo popular del 53% Orban, 47 años de edad, un ex liberal convertido en nacional-conservador, se puso a cambiar al país de arriba abajo, empezando por una nueva Constitución. Hablaba de crear un “Nuevo Orden”, enmarcado por los principios de raza, credo nacional, cristianismo y rechazo no sólo del comunismo, sino de la generación de políticos húngaros, con Gyula Horn a la cabeza, quienes en 1989 propiciaron la apertura de las fronteras con Austria, la posterior desaparición del Telón de Acero y la democratización del país.
Con esta nueva Constitución Viktor Orban se ha permitido todo: el Presidente es designado por él, los miembros del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas, las Fiscalías del Estado, el Banco Central, también. Además, al Tribunal Constitucional y al Consejo Presupuestario del Parlamento Nacional se les niega cualquier competencia en materia de control presupuestario o financiero, con lo que el Ejecutivo puede hacer lo que se le antoje. Por ejemplo, manipular las leyes de manera que se pueda juzgar con efectos retroactivos a los últimos tres primeros ministros socialdemócratas: Peter Medgyessy (2002-2004), Ferenc Gyurcsany (2004-2009) y Gordon Bajnai (2009-2010). ¿Sus pecados? Se definen como “crímenes políticos”: haber aumentado el endeudamiento público de un 53 a un 82%, no haber reformado las prestaciones sociales y no haber desmantelado suficientemente la Administración y el aparato estatal, cosas que tampoco hizo el propio Orban cuando presidió el gobierno entre 1998 y 2002. Entonces se le llegó a definir como “el Aznar español”. Las malas lenguas sugieren que el actual primer ministro nunca consiguió superar el hecho de haber sido derrotado dos veces en las urnas por el carismático Gyurcsany. Ahora habría llegado la hora de la venganza en forma de tribunales a la manera estaliniana en los que el procesado está condenado ya desde el primer minuto.
En su cruzada particular para salvar a Hungría, el primer ministro Orban ha enfocado a la prensa independiente como uno de los principales bastiones a eliminar. Su nueva Ley de Prensa, congelada durante la primavera por las tibias críticas de Bruselas, ha entrado en vigor el 1 de julio, es decir, el día después de que Hungría abandonara la presidencia rotatoria de la UE. Primera consecuencia: 550 periodistas de la radio y televisión públicas han sido ya despedidos, otros 400 más perderán su trabajo en el otoño. Muchos de ellos son, por supuesto, demasiado críticos o no han querido aceptar que todas las noticias de su empresa y de la agencia estatal de noticias sean centralizadas desde un organismo del Gobierno, donde hay sólo personas de Fidesz, quienes velan para que esas informaciones no se salgan del guión oficial. El redactor jefe de esta redacción centralizada es Daniel Papp, un hombre que fue portavoz del partido ultradical, xenófobo y antisemita Jobbik y que se permitió, como redactor de una televisión afín, manipular una entrevista con el eurodiputado Daniel Cohn-Bendit.
Esos redactores despedidos no tienen derecho ni a quejarse ni a acudir a los tribunales de trabajo. Si lo hacen, ya han sido advertidos, perderán su pensión o la indemnización que les corresponda. A los pocos medios independientes que quedan también se les estrangula al máximo: vía recorte de publicidad estatal o de organismos que colaboran con el Gobierno, vía nuevos repartos de frecuencias, a un precio muy superior y difícil de pagar. Por si esto fuera poco, se les recomienda realizar un “trabajo periodístico equilibrado” que no vulnere el honor del país. En caso contrario, se amenaza con procesamientos y multas económicas.
Ciertamente la UE y sus instituciones no atraviesan sus mejores momentos. Pero el Gobierno húngaro no oculta en absoluto su desprecio hacia todos ellos y hacia la idea misma de Europa. Viktor Orban y su partido, Fidesz, se sienten llamados a salvar a Hungría y a defenderla contra cualquier crítica. “Nadie está autorizado a meterse con nosotros, contra un gobierno que ha recibido de sus electores el mandato de reconstruir el país”. Son las palabras de Péter Szijjártó, portavoz del Primer Ministro.
En algunas de sus últimas intervenciones Viktor Orban se ha demostrado incluso como un abierto euroescéptico, permitiéndose decir que “el proyecto democrático occidental está acabado”. No contento con esto, ha llegado a equiparar a Bruselas con la opresión comunista. Sólo el primer ministro húgaro parece saber cómo salir de la actual crisis, aplicando algunas de las medidas del ideario neoliberal: reducción del subsidio de paro a sólo tres meses; descenso dramático en la financiación de los hospitales públicos, donde sólo se llevan a cabo las operaciones más urgentes; sólo habrá enseñanza pública obligatoria hasta los quince años; se aplicará también un impuesto del 16% para las personas que cobran el salario mínimo…
La nueva Nación Húngara, que sigue considerando el Tratado de Trianon de 1920 como una gran injusticia llevada a cabo por ese Occidente decadente y que le arrebató dos tercios de su antiguo territorio, se presenta a sí misma como una potencia renacida en la Mitteleuropa, la Europa Central que recuerda mucho al fascismo del periodo entreguerras. En la UE a nadie parece quitarle el sueño esta anomalía democrática. Tal vez tiene razón Orban al menospreciar a sus vecinos… el futuro, ha dicho últimamente, está en el modelo chino.