Artículo originalmente publicado en Fundación Emprendedores el 3 de Noviembre de 2016
La primera grieta en el bloque soviético demostró que el comunismo no deja el poder sin derramamiento de sangre.
Durante muchos años el levantamiento de Hungría contra el poder comunista y las imposiciones de Rusia apenas obtuvo reconocimiento entre las nutridas filas de la izquierda europea. La potente maquinaria propagandística soviética compró literalmente a numerosos intelectuales, que se encargaron de minimizar aquel episodio como una contrarrevolución fascista.
Obviamente, no todos comulgaron con aquella inmensa rueda de molino, y ahí estuvieron, entre otros, Arthur Koestler, Hannah Arendt o Albert Camus, que escribió La sangre de los húngaros, para demostrarlo.
Este 4 de noviembre se cumplen 60 años de la entrada a sangre y fuego en Budapest de las 17 divisiones del Pacto de Varsovia para aplastar las “contrarrevolucionarias” aspiraciones que el primer ministro Imre Nagy había planteado a Moscú: libertad de pensamiento, de expresión y de reunión; pluralidad de partidos políticos, y neutralidad del país con salida inmediata de las tropas de ocupación soviéticas, es decir exactamente lo mismo que había conseguido Austria un año antes, en 1955.
Enikó Gyóri, la embajadora de Hungría en España, ha tenido la feliz idea de impulsar una jornada de memoria, debates y recuerdos, que ha reunido bajo la hospitalidad de la Fundación Areces y la colaboración del CEU a numerosos catedráticos, exiliados forzosos de entonces e historiadores, para glosar y analizar el significado de la Revolución de Hungría de 1956 y su colateral impacto en España.
Un seminario del que, además de las descarnadas descripciones de lo que pasó entre el 23 de octubre y el 20 de noviembre de 1956, quedan dos libros imprescindibles que allí se presentaron: Luchadores por la libertad, escrito en colaboración por Ricardo Martín de la Guardia, Guillermo A. Pérez Sánchez e István Szilágy, y La Revolución que cambió el destino, de Kata Sára Gyuricza y Péter Gyuricza, una guía sobre el éxodo y asentamiento, en Europa y España, de una pequeña parte de los 200.000 húngaros que huyeron del país.
La denominada Operación Tornado, dispuesta por el líder soviético, Nikita Kruschov, y ejecutada por el mariscal Iván Koniev, que asesinó a 4.000 personas, hirió a 20.000, deportó a Siberia a más de 10.000, ejecutó tras juicios-farsa a 350, y provocó una diáspora de 200.000 húngaros, abrió la primera grieta en un sistema, el comunista, destinado según sus profetas a durar hasta el fin de los siglos.
En opinión de profesores como Tamás Baranyi (Universidad de Budapest), András Lénart (Universidad de Szeged) y Jan Ciechanowski (Universidad de Varsovia), los acontecimientos de 1956 plantearon descarnadamente la lucha entre la verdad y la mentira en el seno de la izquierda europea.
A este respecto, es particularmente interesante la exposición paralela, incluida en la jornada, de las portadas, textos y crónicas de los periódicos españoles más interesados en describir la tragedia que estaba ocurriendo en Hungría: ABC y La Vanguardia, cuyos testimonios escritos y gráficos demostraban la destrucción de la capital magiar por las tropas soviéticas y la resistencia de los jóvenes húngaros, “desesperados ante el régimen de terror implantado por los comunistas húngaros”.
Paralelamente, en esa misma España y entre sus exilados de la Guerra Civil aquellos hechos se aceptaban y justificaban como una mera “represión antifascista”. El Partido Comunista de Dolores Ibárruri, Pasionaria, y Santiago Carrillo, no cuestionaron entonces el estrangulamiento de aquel grito desesperado de libertad. Sus colegas de Francia e Italia, los partidos comunistas occidentales más potentes de la época, no solo se alinearon con las tesis de Moscú, sino que incluso fue Palmiro Togliatti, el ex comisario político durante la guerra en España, el que exigió a Kruschov “un golpe lo suficientemente brutal como para que sirva de escarmiento”.
El virus de la duda en las bondades incuestionables del sistema comunista había entrado ya no obstante en no pocas mentes, que no querían creer que un Partido Comunista-Estado omnímodo pudiera aniquilar a cualquiera que mostrara la más mínima disidencia.
El pueblo húngaro sufrió la amargura de sentirse también engañado por Occidente. La emisora de la CIA Radio Free Europe no cesaba de animar a los insurrectos a que persistieran en su resistencia, haciéndoles creer que el llamado “mundo libre” acudiría en su ayuda para liberarlos. Esperaron en vano, porque el entonces presidente norteamericano, el ex general de cuatro estrellas Dwight Eisenhower, consideró que meterse en el terreno que los acuerdos firmados en Yalta habían concedido a la Unión Soviética conllevaba el riesgo de una tercera guerra mundial. Así que prosiguió con esa tradición tan americana de impulsar y hacerse aliados de sus intereses, a los que luego deja en la estacada. Como afirmaba el profesor Florentino Portero (UNED), los kurdos son probablemente los más experimentados en sufrir ese tipo de engaños por parte de los americanos.
En cuanto a España, cuyo régimen había sido salvado in extremis por Estados Unidos y el Reino Unido cuando éstos se percataron de que el empeño de Stalin por destruir el franquismo escondía el interés de dominar estratégicamente la Península Ibérica, aprovechó el levantamiento húngaro para intentar demostrar que Francisco Franco se había adelantado en su previsión de que Rusia no descansaría hasta hacerse con toda Europa imponiendo su modelo comunista.
Así, Franco se tiró algunos faroles, como el de ofrecer varias divisiones para ir a luchar con los insurrectos húngaros, sabedor de que no tenía ni medios económicos ni de transporte para efectuar tal presunta operación de apoyo. Sí facilitó en cambio la llegada y nacionalización rápida de unos cuantos refugiados, especialmente futbolistas –Puskas (Real Madrid), Kocsis y Czibor (Barcelona C.F.), entre muchos otros-, además de un millar de jóvenes estudiantes que lograron terminar sus estudios universitarios, interrumpidos por el levantamiento. El Colegio Santiago Apóstol, en la calle Donoso Cortés de Madrid, fue el centro que les acogió mayoritariamente.
Antonio Isasi-Isasmendi realizó una película en localizaciones españolas, pero que glosó aquellos días de sangre y fuego en Budapest, Rapsodia de sangre, estrenada en 1958, pero que fue menospreciada por los medios intelectuales de la izquierda. Era la comprobación de cómo las evidencias de los hechos tardarían aún mucho tiempo y mucha lucha para penetrar y horadar los grandes dogmas del comunismo.
Como señalaron los catedráticos Guillermo Pérez (Universidad de Valladolid) y Javier Paredes (UAH), el declive de los grandes partidos comunistas occidentales (España, Francia e Italia) comenzó en 1956. La memoria de aquella masacre, como la posterior de 1968 en Checoslovaquia, preludiaron, por ejemplo, el gran chasco que el PCE de Santiago Carrillo y Pasionaria se llevaron en las primeras elecciones democráticas en España, cuando estaban firmemente convencidos de que su liderazgo en el seno de la izquierda era incuestionable, y que por lo tanto iban a recoger, mediante una mayoría aplastante de votos, los frutos de su ardua y prácticamente solitaria lucha frontal durante 40 años contra el régimen franquista.
Habían cambiado los tiempos, pero la memoria de Hungría, Checoslovaquia, Polonia y, por supuesto, Berlín, se habían hecho brutalmente presentes.