Buenos días, o tardes, porque en México ya desde las diez de la mañana dicen buenas tardes, con lo cual se ha desquiciado mi sentido del tiempo. Cuando vi lo de los nuevos latinoamericanos llegué a una conclusión inmediata: yo no era uno de ellos. Eso fue lo primero que noté. Ese término me excluía, y a partir de eso elaboré unas notas a las que no daré lectura, pero a las que sí me referiré con la vaguedad de las ponencias, que es el género más concreto y huidizo del que tenemos noticia.
Para empezar, 1989-2008 es un proceso que comienza con la caída del muro de Berlín y el desplome, nada simbólico, del socialismo real. Poco después entra en acción la globalidad, la idea y las realidades de un solo mundo. ¿Qué podría detener al mercado libre y a su acompañante — aquí sí, un tanto borrosa—, la democracia? Sin obstáculos y sin grandes zonas de excepción, el planeta se convierte en una sola unidad económica. También cultural, en una proporción enorme, al irse derribando las barreras políticas del comercio y la industria. Además está el avasallamiento de la tecnología punta, la revolución informática, los celulares, Internet, el cable o la creencia en la eternidad del capitalismo. Emerge la conciencia global, un término que no busco definir, entre otras cosas porque no lo tengo claro, pero que le da al optimismo neoliberal una suerte de consigna: ¡tiembla, capitalismo, que ya sólo te quedan dos, tres o cuatro siglos de existencia!
Ante eso las críticas cunden, pero por naturaleza nadie hace caso a Casandra, y da igual todo lo que se dice del calentamiento global —un ejemplo son las bravatas de Bush—, porque se piensa que no es posible hacer nada. La impunidad se vuelve cultural y socialmente el término que explica todo lo que se vive en América Latina. Los dueños del poder se sienten impunes y los dueños de la falta de poder creen que nada se puede hacer contra esa impunidad. Por ejemplo, hay un caso de un ex presidente de México que se distingue por su fidelidad a la causa neoliberal y que afirma que quienes defienden los derechos humanos y el medio ambiente sólo buscan proteger sus trabajos, muy bien pagados, en industrias cuya ineficacia se debe al proteccionismo —según él— y que elevan los costos del consumo doméstico y dejan a los trabajadores de países subdesarrollados sumidos en la mayor pobreza. Este tipo de razonamientos, si queremos llamarlos así por cortesía o diplomacia, son los que presenta el neoliberalismo.
A lo largo de todo eso se va delineando un nuevo vocabulario o, si se quiere, se actualiza un vocabulario que tiene que ver, por un lado, con el neoliberalismo, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la apoteosis del consumo, y, por otro lado, con las realidades sociales y culturales.
De estas palabras clave voy a nombrar algunas: «Cultura, en la lucha entre tú y el mundo, ponte de parte del mundo»; Franz Kafka. Una de las batallas más importantes y menos divulgadas de América Latina se libra en torno a estos vocablos cruciales o palabras clave, extravíos o enderezamientos de la razón semántica que serían, por ejemplo, comunicación, cultura, modernidad, determinismo —que no suele plantearse, pero que es esencial—, tradición, tecnología, globalización, nación, nacionalismo, tolerancia, democracia y mercado libre. Hasta el pasado mes de septiembre, mercado libre era una palabra que inmediatamente creaba capillas, altares, iglesias de barroquismo virtual. Ahora, como ha dicho el canciller, la idea de mercado libre está sufriendo un derrumbe que puede no ser terminal, pero que en lo que concierne a la vida de los grandes capitalistas sí lo es, porque toda su confianza en esa eternidad que los encumbraba como gurús o pontífices se vino abajo.
Cultura: todo lo que usted quiso saber sin necesidad de apagar la tele. Del siglo XIX hasta fechas muy recientes, la cultura en América Latina, al fin y al cabo normada por Occidente, es el conjunto de obras maestras, creadores, tendencias de la civilización, métodos y programas educativos, vida intelectual, difusión de las artes y las humanidades.
Ya a principios del siglo XX, y más pronunciadamente al final de la Primera Guerra Mundial, cultura es lo que afianza los vínculos de la nación con lo que podríamos llamar sucintamente el espíritu; lo que aleja la barbarie y reparte los productos —libros, cuadros, poemas, sonatas, sinfonías— que sólo una minoría comprende, porque únicamente ésta tiene acceso a ella, o a la inversa. Cultura viene a ser ya desde fines de la Segunda Guerra Mundial el excedente de satisfactores espirituales. El término es bárbaro, pero ¿quién no está influido ahora por los economistas que los Gobiernos
reparten o creen repartir? En la segunda mitad del siglo XX la cultura es, por un lado, la suma de conocimientos, y por otro lo que cada quién decida, porque ahora hay cultura médica, cultura de la violencia, de la resistencia al saber, de lo que ustedes quieran. Por cultura se entiende ya una tendencia a la especialización, a agruparse en cofradías.
2008-1989: el muro de Berlín se derrumba, la URSS se fragmenta y feudaliza, China ingresa al capitalismo con todas sus zonas de esclavitud o semiesclavitud y la ilegalidad del comportamiento de los Estados no se discute porque tienen el visto bueno de la imposibilidad de combatir al neoliberalismo.
Luego esto se viene abajo, y ahora uno puede presenciar epitafios tan insólitos como el del francés Nicolas Sarkozy: «La desregulación ha terminado, el laisser faire se acabó»; un obituario imposible hace sólo dos meses.
En Inglaterra, el Gobierno de Gordon Brown nacionaliza gran parte de los bancos y en Estados Unidos George Bush, al tiempo que jura su lealtad eterna al mercado libre, promete apoyar a los bancos con 250.000 millones de dólares. La política de las privatizaciones es ya insostenible, como lo evidencia en México el fracaso del proyecto de Felipe Calderón en materia de reforma energética.
Las perspectivas de 2009 son, cuanto menos, temibles. Lo que dijo el canciller es que el desempleo se expande. Cada trabajo es terminal, se han elevado los empleos a los nichos, pequeñas y medianas empresas van a la quiebra y disminuyen significativamente las remesas, lo que en el caso, por ejemplo, de México, Ecuador, El Salvador o República Dominicana es un asunto absolutamente fundamental. El secretario de Economía en México tuvo un acierto verbal que le reconozco. Dijo: «Van a recibir en los pueblos, en las comunidades rurales, en las pequeñas ciudades, menos dólares, pero a cambio de eso van a poder cambiar lo que tienen en pesos». Supongo que es una fórmula de redención espiritual que no entendí, pero que estará allí esperando.
Hay amagos crecientes de hambre —o de lo que llamó el secretario de Hacienda en México «la paciencia en la dieta»— — en las zonas rurales. Y también una ventaja —si cabe hablar en este panorama de ventajas—, que ustedes conocen mejor que yo, que es el fin de la religión de la impunidad asociada con el neoliberalismo.
Hay una nueva visión del mundo. No la puedo describir sino en ese sentido, en la erosión del determinismo y en los derechos de la escasez, que hasta este momento no se producían. La palabra clave es comunicación. Hasta hace dos meses estaba de moda la carrera, el término, la atmósfera que va de lo político a lo cultural, y en distintos niveles había cierta obsesión de los jóvenes. En su momento se dijo en México que pronto habría más estudiantes de Comunicación que mexicanos. Miles de escuelas y facultades de Comunicación en América Latina constituyen la ruta por donde se mueven
publicistas y mercadólogos, o también expertos en la tecnología más sofisticada. ¡Larga vida a la comunicación!, se dice. Las publicaciones ya tienen una mayoría abrumadora de egresados de las escuelas o las facultades de Comunicación. La televisión está llena de gente que hizo ponencias para manejar cámaras. Todo lo que ya se sabe.
Pero, de pronto, lo que llamamos crisis —para no provocar el alud de lágrimas— hace avizorar campañas que ya no serán tan costosas como las que han privatizado la democracia en América Latina, que llevaron a un político mexicano a decir —bueno, era un empresario, lo llamaban el centauro de la revolución mexicana, mitad político y mitad empresario— que «un político pobre es un pobre político». A mí me hizo gracia la primera vez; cuando vi los costos de las campañas ya no. Esto hace prever que también esa fórmula estará ya en vías de extenuación, porque no es posible. Un spot del partido al que le concedieron el triunfo costó, en la campaña de 2006, 750.000 dólares. Fue inaudito lo que se gastó. En un solo Estado, en Tabasco, la campaña para el gobernador costó treinta millones de dólares. Es, por lo menos para una idea maniática del ahorro, muy afrentoso.
La tradición es otra de las palabras clave, que especialmente ahora se encuentra en un proceso dual de crisis y de recuperación. Es el espejo diario o el museo de la persona, como prefieran. Elijo un epígrafe de Juan Carlos Onetti: «Yo nunca ocupo un asiento vacío». Sigue pareciéndome realmente maravilloso.
A mediados del siglo XIX los conservadores monopolizan el uso y el sentido de la tradición como sinónimo del respeto, los sentimientos de orden y el decoro, el honor y la familia, contemplados a la luz del dogma religioso y la herencia hispánica. Y los liberales arraigan el término en el porvenir y llaman a la tradición progreso.
A lo largo de las dictaduras militares o civiles, las tradiciones son los adelantados del accionismo: defienden a las familias de los males del radicalismo y de la modernidad, y sacralizan el autoritarismo y las virtudes hogareñas, tal y como las enuncian sacerdotes y padres de familia.
En 1993, en Guadalajara, un grupo del Partido Acción Nacional, que, en mi opinión, es la vanguardia del retroceso, destruyó cuatro aparatos de televisión de Televisa Chapultepeca porque la televisión difundía el hedonismo. Como nadie entendía el término hedonismo la acción pasó casi inadvertida, aunque sí dejaron clara su primera exigencia: que desapareciera el programa de los Simpsons. Luego la tradición entra en lucha con la idea de progreso.
La educación laica es un elemento fundamental. En toda América Latina ha habido grandes enfrentamientos por esta cuestión, desde el siglo XIX hasta la primera mitad del XX. Además, esto introduce otro de los términos clave: la tolerancia. Y es que una gran parte de la tradición se asocia con la intolerancia. Aquí no sólo los liberales, sino también los cínicos asidos a la modernidad aportan su consigna: «El que no respete sus tradiciones se verá condenado a repetirlas». Y el Estado protege lo que siente en proceso de evaporación.
Ahora, en México, para defender las tradiciones hay concursos de nacimientos, de pastorelas, de piñatas, de calaveras, se celebra el día de muertos con arreglos florales… Y ya se pueden vaticinar los concursos de peregrinaciones, de pueblos típicos y de exhibiciones de amor al terruño en las madrugadas.
La derecha habla de tradición como sinónimo de la familia. Antes había unos letreros en México, en las casas, que decían: «En esta casa somos católicos y no admitimos propaganda protestante». Luego, cuando ya se fue normalizando el hecho de que el protestantismo seguía, e incluso crecía, los letreros cambiaron a: «En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda comunista». Y ahora dicen: «En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda antineoliberal». Pero ésos no han tenido, en verdad, mucho éxito, sobre todo porque ya a nadie le importa lo que pongan en las casas frente a los grandes anuncios.
La modernidad es otro de los temas. Como dijo el poeta polaco Stanislav Jerzy Lec: «Hasta la eternidad duraba más antes». Ahí siempre uno recuerda las palabras de Rubén Darío: «Muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y un ansia de ilusiones infinita».
La modernidad, que curiosamente ya empieza a entrar en crisis como término, con el neoliberalismo, viene a ser desplazada, sin que eso se diga ni se apunte debidamente, por la globalización. Ser moderno ahora empieza a sonar a antiguo frente a lo que significa la globalización: lo moderno puede estar arraigado o localizado en un país, lo global no.
Voy rápido para no dormirme, porque tengo tendencia a dormirme cuando creo que soy elocuente.
Determinismo. El terrorismo cultural funciona minuciosamente y deposita en los términos diversas cargas autoritarias. Por ejemplo, modernidad es lo que se define a simple vista, se percibe a simple oído y se vive utilizando la simple voluntad. Todo este uso de términos culpabiliza a la mayoría que, con sólo ver los comerciales, los anuncios televisivos, se percata de lo distante que está de la modernidad de veras. La modernidad construye sus infiernos y purgatorios y acentúa lo que está ahí desde siempre, el determinismo social, basándose en meras descripciones.
Recuerden cómo en América Latina algunas expresiones han tenido costosos efectos en la psicología popular: el complejo de inferioridad de los pobres. Esto en México tuvo una gran resonancia. Hubo un filósofo, Samuel Ramos, que dijo que los mexicanos usaban con excesiva frecuencia la referencia a sus genitales porque tenían duda de si la pobreza era viril. Algunas de esas expresiones incluyen el subdesarrollo, la marginalidad social, el tercer mundo y el tercermundismo, los países periféricos y, ahora, lo local. Antes se decía: «¡Qué le vamos a hacer si somos tercermundistas!». O «me veía tan tercermundista que me cambié de ropa». Ahora, hasta hace poco, lo que se decía era: «Ya no sigas así porque van a decir que eres local». La influencia de las palabras, de estas palabras clave, ha sido impresionante.
El determinismo es primordial en la psicología y en la cultura de América Latina. Voy a leer otro epígrafe, que dice: «Cuidado con caer debajo de la rueda de la fortuna de otro»; de nuevo es del polaco Stanislav Jerzy Lec. También recuerdo uno de Groucho Marx: «Nunca golpees a un hombre caído, recuerda que puede levantarse».
Como decía, el determinismo ha sido primordial en la psicología y la cultura de América Latina al desatarse la globalización. No sólo entran en crisis las nociones básicas de los Estados nacionales, sino que se agudizan los problemas que genera la desigualdad. Y la desigualdad es también lo que impide el acceso a los vocabularios, por así decirlo, democráticos o democratizadores.
En América Latina, el gran apoyo de la desigualdad es el determinismo, con anotaciones del freudismo light, de la economía para la élite, de la geopolítica y del fatalismo religioso y educativo. El determinismo se impone. Iván Ílich hace una gran aportación sobre esto en su libro Desescolarización, cuando examina el hecho de que quien fracasa en la educación elemental, o incluso ya en los cursos de educación superior, cree por eso mismo que ya ha fracasado en la vida. Esto empezó a ir a menos hace poco, cuando cayó el valor supremo del título universitario. Yo vi hace no
mucho un anuncio que decía: «Se solicitan cinco abogados con bicicleta», que me llenó de dudas respecto a ese fatalismo.
Este determinismo afecta a la izquierda y a la derecha e influye en las élites, que consideran sus zonas residenciales arcas de Noé. En México hay cerca de 100.000 guardias privados, no sólo policías privados, porque están en las cerradas y esto, sino guardias que trabajan para proteger la buena salud o el largo vivir de sus jefes. Con lo cual perdieron la privacidad en nombre de la privatización.
Todo esto desemboca en la crisis de las universidades públicas —ya no habrá empleos— y en la soberbia de los egresados de las universidades privadas. Deberían dejar que escogiéramos el lugar de nacimiento, pues influye drásticamente en las expectativas de los pobres; es el sustrato de la desesperanza del campesinado y explica la facilidad con que la felicidad histórica se vuelve nostalgia del pasado remoto. Aun si, como dijo el canciller, la felicidad tiene fin.
Contra el determinismo no existe lo que podría ser la fuerza del proceso educativo, pero sí hay un elemento de equilibrio: el imperio del analfabetismo funcional, que también ampara a la educación privada. En ese sentido sí ha habido democratización.
El abandono de la lectura por los medios visuales es un abandono teatral, porque de cualquier modo se lee poco. No sé la experiencia de ustedes, pero en México cada persona que conozco está construyendo su videoteca, su «dvdteca», con mucha más rapidez, sistema, pasión y obsesión que su biblioteca. La cultura fílmica está desplazando a la cultura literaria, o pone a esta última en manos de los best-sellers. Esto no implica que deje de reverenciarse, pero cada vez más en abstracto, a los literatos.
Cito aquí un aforismo de Wittgenstein: «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas». Según los neoliberales, hasta hace poco —y digo hasta hace poco porque creo que lo que estamos viendo va a afectar incluso a las ponencias, que es el último reducto de la resistencia al cambio, por lo menos las mías— los hechos eran susceptibles de acomodo, desvanecimiento o reinterpretación. Todo esto ya está dejando de ser así.
Por último, ya para terminar en algún momento mis divagaciones, pregunto: ¿estamos globalizados? Sí, pero ¿de qué modos, de qué maneras? La situación actual hace que la pregunta repercuta de varias formas. Esta globalización desigual y combinada ahora ha encontrado el punto de unificación en un desastre que alcanza a todos. Desde luego que en distintos niveles de holgura o de escasez, pero casi con el mismo grado de terror psíquico.
Termino aludiendo a un momento que me parece maravilloso. Es en marzo de 2002, en vísperas de la Cumbre de Monterrey, cuando el comandante Fidel Castro habla con el presidente de México, Vicente Fox, de que va a llegar Bush, y Fox, para evitar problemas, le dice: «Comes y te vas». Esta frase ya pertenece al vocabulario mexicano, y cuando uno invita a alguien le dice «comes y te vas», porque la idea de sobremesa, además ahora con más razón, quedó proscrita. Entonces dice Castro: «Dígame, ¿en qué más puedo servirlo?». Y contesta Fox: «Pues básicamente en no agredir a Estados Unidos o al presidente Bush, sino circunscribirnos». Les dejo a ustedes esta reflexión, porque a mí me sigue conmoviendo.
Intervención del escritor Carlos Monsiváis en el XIV Foro Eurolatinoamericano de Comunicación